CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

lunes, 27 de julio de 2020

494. La redención del impuro



Cuenta Sergio del Molino en su último libro que cuando su hijo se relaciona con otros compañeros del colegio, las diferencias raciales no condicionan la percepción de aquel en sus interacciones. El niño negro es antes niño que negro; es más, el color de la piel ni siquiera es un factor tasable, simplemente no existe. Desde la inocencia infantil, el niño es, pues, niño. Y nada más. Del mismo modo, el libro de Sergio del Molino es antes libro que otra cosa. Retrocedamos a una visión adánica de los géneros literarios y ya tenemos solucionado el engorroso asunto de las taxonomías, sin necesidad de baldosas de von Luschan que determinen la «raza» de La piel (editorial Alfaguara). Así, solo resta dejarse llevar por las palabras del autor para gozar de una deliciosa miscelánea, entretenida, a ratos divertida, siempre edificante, sazonada de un sustancioso anecdotario y, sobre todo, honesta.
Entre toda esa mezcolanza, un hilo conductor que vertebra la obra: el testimonio personal de la relación del autor con su enfermedad, la psoriasis. Asume entonces del Molino la condición metafórica del «monstruo» y emparenta su monstruosidad con otros personajes de la Historia que han sufrido también la enfermedad. Así, desfilan por el libro Stalin, Pablo Escobar, los escritores Updike y Nabokov o la cantante Cindy Lauper, Y aparecen, a colación, el negro de Banyoles, los antropólogos von Luschan y Westerman o los judíos de Qumrán en Jerusalén entre otras muchas alusiones que enriquecen el relato. Las semblanzas no son, sin embargo, meros catálogos descriptivos, sino que sus historias se entremezclan con las vivencias del autor y con reflexiones de gran calado en un ensamblaje natural en el que las soldaduras no se aprecian porque no las hay: la vida se amalgama en un todo unitario que trasciende la mera casuística personal para situarse en la esfera de los grandes temas universales, entre ellos, fundamentalmente, el de la fragilidad. Por si acaso la estructura miscelánea pudiera preocupar a su autor (preocupación baldía porque en ningún momento estorba), del Molino pergeña una ligazón muy sutil que se sustenta en la metáfora del cuento sobre monstruos que el escritor cuenta al hijo adulto desde el tiempo del hijo niño, en una suerte de fusión temporal que rompe los vórtices de la cronología.
Detrás de La piel hay un escritor con oficio, un lector curioso y voraz, un excelente contador de historias, una mente lúcida e instruida, capaz de desdoblarse con la objetividad necesaria para analizar sus tribulaciones sin caer en el patetismo, pero sin renunciar tampoco al propio testimonio que individualiza el dolor, lo hace humano y lo preña de sensibilidad. Sustituyamos aquel tópico del libro escrito a «a corazón abierto» por el del autor que lo que nos abre es su piel castigada, porque la piel es aquí una ontología, por más que esté en la superficie. Por eso mismo, porque la piel explica ella misma la vida, del Molino reivindica sus cicatrices, su jubilosa imperfección, su rebelde impureza, y abomina del cosmético o de la ortodoxia de los judíos de Qumrán, que jamás le dejarían ingresar en su secta de pieles satinadas. Porque él es un impuro, y a mucha honra, y la asunción de su impureza entregada al ara de la literatura es también su redención.

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lunes, 20 de julio de 2020

493. Leer un poema (III): "Silencio", de Octavio Paz




En el principio fue el verbo. Luego fue la verborrea. Así reza, más o menos, una de las «senectas» del viejo, el personaje creado por Gonzalo Hidalgo Bayal en esa novela sobre el silencio titulada Nemo. De la verborrea se nos ha dado buena cuenta durante todos estos meses de pandemia. Incontinencia verbal de cientos de imbéciles que ahora se arrogan la potestad de opinar sin más criterio que el de la suficiencia de su egolatría sin límites. Y así, todos ellos se erigen de repente en epidemiólogos consumados, gestores políticos infalibles, economistas reputados, togados leguleyos, policías de balcón y héroes de pantuflas y batín. ¿Por qué no os calláis la boca de una puta vez, sabios de los cojones?
Estoy con Rosalía de Castro (ahora ya hay que escribir el apellido de la poeta gallega desde que saltó a la palestra la Rosalía cantante, aunque para mí la escritora compostelana será siempre Rosalía, sin más, como una antonomasia), estoy con Rosalía –digo– en eso de que «cando unha peste arrebata / homes tras homes, non hai mais / que enterrar de presa os mortos, / baixa-la frente, e esperar / que pasen as correntes apestadas... /¡Que pasen ... que outras virán!». ¿Qué palabras caben cuando hay un peso de treinta mil muertos aplastando todos los diccionarios? «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)», decía Dámaso Alonso en «Insomnio». Y le salió un poema de nueve versos. Muchos son. Enterrar deprisa a los muertos. Bajar la frente. Esperar.  Y callarse. No hay más. Por eso recibí con algo de alivio, que era más bien una reclamación, la elección del poema que José Sacristán leyó la pasada semana durante el funeral de Estado. El poema de Octavio Paz se titulaba significativamente (reivindicativamente), «Silencio».
Aunque el poema del escritor mexicano se compuso en otro contexto, no puedo dejar de tejer con los mimbres del presente la interpretación de sus versos. No puedo dejar de ver en esa nota musical que, tras haber dado su sonido al mundo, queda vibrando en el aire, agonizando antes de su inminente extinción, hasta que otra música la enmudece, a esas vidas frágiles que se apagaron en la soledad de un hospital mientras la música imparable del mundo proseguía su réquiem implacable. Así, esas vidas silenciadas, dan al universo otra nota: la del silencio mismo, que puede ser más atronador que todos los sonidos del orbe. Y ese silencio, que es «aguda torre, espada», porque desde su atalaya se otea la verdad que somos, y punza y hiere, sube desde el fondo de la nada para realizar su trágico trueque: al abismo de donde procede el silencio se van los recuerdos, las esperanzas y las miserias de nuestra vida. Y no hay grito que alcance a salvarlos. Desembocamos al silencio que somos en el lugar donde el silencio mismo enmudece. La paradoja es aterradora: el enmudecimiento del silencio que, por su propia naturaleza es ya mudo, intensifica el nihilismo absoluto del producto final.
Con malicia, se ha comparado la escenografía del funeral de Estado, con aquella particular disposición circular de la concurrencia en torno al pebetero ceremonial, con alguna suerte de ritual pagano. La muerte tiene siempre algo de arcano y de regresión ancestral. Entre los presentes, se aprecia a dos personas que dan la espalda a la ceremonia. Dicen que se trataba de dos intérpretes que atendían mediante lenguaje de signos a un matrimonio sordo. ¿Cómo se dice en lenguaje de signos un poema sobre el silencio? ¿Cómo entiende una persona sorda, que convive naturalmente con el silencio, la forma en que el silencio se convierte ahora en tragedia y necesidad? Y, sin embargo, nadie más cerca que ellos de la esencia ontológica de lo que somos: del silencio venimos y al silencio vamos. Y lo demás es verborrea. O literatura.



lunes, 13 de julio de 2020

492. La fontana de hojalata


Leí la noticia como si en cada palabra me estuvieran administrando una dosis de cianuro: en el examen de Selectividad de la Comunidad Valenciana correspondiente a la prueba de Historia, se proponía el análisis de un fragmento de La fontana de oro, la novela de Benito Pérez Galdós que, según rezaba en el remate del texto donde se citaba el título de la obra, pertenece a los ¡Episodios Nacionales! Y en la carrera por el mayor dislate y vergüenza, Madrid no le va a la zaga: en su Selectividad, un enunciado del examen de Historia incluye un error cronológico al situar los años del reinado de Isabel II durante la regencia de María Cristina. En El País, donde se denuncia el error, hace unos días se colocaba la fotografía de Ramón Gómez de la Serna, confundiéndolo con Ramón de la Serna y Espina. ¿Y a qué extrañarnos? Emerge ahora como un tsunami de realidad aquella frase de María Elvira Roca Barea, cuando dijo que «analfabetos [los] ha habido siempre pero [que] nunca habían salido de la universidad». ¿A qué extrañarnos, digo, si desde hace décadas nuestro sistema educativo ha devenido en el estercolero del buenismo pedagógico con toda su aniquilación de la exigencia académica?

Hablemos claro de una vez y saquémosle las vergüenzas a las Consejerías de Educación: el sistema exige el aprobado general desde hace muchos años, aunque no lo diga a las claras. La pandemia, en esto, ha sido una aliada de los mandamases educativos. En las juntas de evaluación, ya casi ningún profesor coloca la nota que en conciencia cree que el alumno merece porque los profesores están cagados de miedo. Reciben presiones de la inspección educativa, de algunas juntas directivas, de la ralea de psicopedagogos de nuevo cuño, de los tutores que se erigen en heroicos protectores de sus tutorandos, de los alumnos y sus chantajes emocionales y, claro, de los padres que, al ver el campo abonado para sus reclamaciones, llegan hasta donde tengan que llegar para reparar el injusto dictamen del profesor que ha suspendido a su hijo porque llegó un momento en que se cansó de contar las faltas de ortografía del prócer que tienen como vástago. ¿Para qué lidiar con todo eso? Se les coloca el 5 y listos. Y fuera problemas. Y a cobrar a final de mes. Nunca he visto a un inspector educativo aparecer por un instituto para interesarse por ese profesor que ha colocado dieces a diestro y siniestro, pero sí para reprender al docente que ha suspendido al 60% de su clase. Y, créanme, es mucho más anómalo el primer caso que el segundo. Pero al inspector le interesan los números, tapar el fracaso escolar y recibir la palmadita en la espalda. Hay profesores que aprueban a alumnos con un 2 en la calificación final cuando el alumno suspende únicamente su asignatura. Si el docente es coherente y mantiene el 2, se enfrentará a un calvario que muchas veces acabará con su salud mental y no pocas veces con una baja laboral. Pero lo peor es que esa soledad del docente es ficticia. En realidad, el alumno al que ha suspendido tiene más materias sin superar. El problema es que sus colegas de profesión, por miedo a quedarse solos en una junta de evaluación, se han anticipado al posible problema colocándole el 5. Es imposible entender que un alumno con un suspenso en Lengua porque es incapaz de interpretar un texto o de expresarse con claridad, sea capaz de aprobar asignaturas afines como la Filosofía o la Historia. Y así, el profesor de Lengua queda vendido por sus propios compañeros timoratos. Y así nos va, con los millenials convertidos en iconoclastas que hacen pintadas en las estatuas de Cervantes porque ni siquiera saben quién es. O con profesores de universidad, quizás herederos como alumnos de la degradación del sistema, que dicen que La fontana de oro pertenece a los Episodios Nacionales. La fontana de oro de la que otras generaciones bebíamos para saciar nuestra sed de conocimiento es ahora una fontana de hojalata de la que apenas mana agua. Permítanme la metáfora galdosiana. Si es que alguien sabe ya qué es una metáfora.


lunes, 6 de julio de 2020

491. 'Rewind'

La última novela de Juan Tallón, editada por Anagrama, cuenta la tragedia de cinco jóvenes estudiantes pertenecientes a diferentes nacionalidades que comparten piso en Lyon, y que ven truncadas sus vidas al explotar la vivienda donde cohabitan. Tan solo uno de ellos sobrevivirá al terrible siniestro.

El libro de Tallón adolece, a mi entender, de algunos defectos que no han sido, sin embargo, obstáculo para que la crítica y los lectores hayan recibido con unánime aplauso la tercera novela en castellano del escritor gallego. Así pues, será cosa mía. Compren el libro, disfrútenlo y lapídenme luego. Yo ya hace tiempo que asumo que tengo un problema. En la novela de Tallón aprecio algún desajuste de carácter estilístico por allí, alguna construcción sintáctica confusa por allá y algún que otro olvido acullá, quizás debido a una falta de revisión o a una redacción precipitada. Pero bueno, hasta Cervantes se olvidó del rucio. La novela examina los traumas personales que la pérdida de los jóvenes estudiantes ejerce sobre allegados y familiares. En ese sentido, hay un excelente tratamiento del perspectivismo, respetando el siempre complicado uso de los registros y de las personalidades que individualizan con buen oficio a los personajes. Este perspectivismo se enriquece cuando algunas de las historias se cruzan entre sí ofreciéndonos interesantes matices sobre un mismo acontecimiento. Junto a estas evocaciones, la novela introduce de manera tangencial una casi anecdótica investigación policial que involucra a tres vecinos del inmueble derruido, una familia marroquí, perfectamente integrada en la sociedad francesa, más franceses –se dice– que los propios franceses, y que ocultaban en el piso un arsenal de explosivos para un futuro ataque terrorista. Tallón, con buen criterio, no carga demasiado las tintas sobre este particular y evita así el sensacionalismo fácil y ya algo manido, aunque no deja de mostrar su perplejidad ante las impensables dobleces de las personas con quienes compartimos nuestra cotidianidad. Sin embargo, esa inteligente elusión no se dosifica de igual forma cuando se trata de expresar el drama familiar de los que quedan tras la desgracia, sobre todo en algún caso en el que el autor se excede en el tremendismo de una fatalidad rayana en el patetismo efectista, aunque verosímil.

Lo que más me interesa de la obra de Tallón es el ingreso en esos espacios fronterizos antes de la catástrofe. El rebobinado que da título a la novela y que permite a los personajes, mediante el mando a distancia de la evocación, situarse en el tiempo en el que aún todo era posible, permanecer en ese no-tiempo del todavía-no, y consumir con fruición cada fotograma de la película antes de que el segundero alcance el cataclismo. El rebobinado del recuerdo que permite resucitar a los muertos, insuflarles de nuevo vida y acción y sentimientos y promesas y proyectos. En la contumacia del rebobinado está la falacia de cambiar el destino. Pero también es interesante, claro, la zona cero del después, la supervivencia tras la ruina, el sentimiento de culpa, las crisis atisbadas y amortiguadas por la inercia de la rutina y que ahora irrumpen con toda su verdad, zarandeadas por la brutal embestida de la pérdida.

Pese a todo lo dicho, pues, la novela de Tallón se lee del tirón, sujeto el lector por la brida de un ritmo narrativo bien manejado, que demuestra el buen oficio del narrador. A la novela le sobran algunas obviedades que a veces convierte la lectura en una crónica testimonial demasiado conocida y tópica y que va en detrimento del artefacto propiamente literario.