La
última novela de Juan Tallón, editada por Anagrama, cuenta la tragedia de cinco
jóvenes estudiantes pertenecientes a diferentes nacionalidades que comparten
piso en Lyon, y que ven truncadas sus vidas al explotar la vivienda donde cohabitan.
Tan solo uno de ellos sobrevivirá al terrible siniestro.
El
libro de Tallón adolece, a mi entender, de algunos defectos que no han sido,
sin embargo, obstáculo para que la crítica y los lectores hayan recibido con
unánime aplauso la tercera novela en castellano del escritor gallego. Así pues,
será cosa mía. Compren el libro, disfrútenlo y lapídenme luego. Yo ya hace
tiempo que asumo que tengo un problema. En la novela de Tallón aprecio algún
desajuste de carácter estilístico por allí, alguna construcción sintáctica
confusa por allá y algún que otro olvido acullá, quizás debido a una falta de
revisión o a una redacción precipitada. Pero bueno, hasta Cervantes se olvidó
del rucio. La novela examina los traumas personales que la pérdida de los
jóvenes estudiantes ejerce sobre allegados y familiares. En ese sentido, hay un
excelente tratamiento del perspectivismo, respetando el siempre complicado uso
de los registros y de las personalidades que individualizan con buen oficio a
los personajes. Este perspectivismo se enriquece cuando algunas de las
historias se cruzan entre sí ofreciéndonos interesantes matices sobre un mismo
acontecimiento. Junto a estas evocaciones, la novela introduce de manera
tangencial una casi anecdótica investigación policial que involucra a tres
vecinos del inmueble derruido, una familia marroquí, perfectamente integrada en
la sociedad francesa, más franceses –se dice– que los propios franceses, y que
ocultaban en el piso un arsenal de explosivos para un futuro ataque terrorista.
Tallón, con buen criterio, no carga demasiado las tintas sobre este particular
y evita así el sensacionalismo fácil y ya algo manido, aunque no deja de
mostrar su perplejidad ante las impensables dobleces de las personas con
quienes compartimos nuestra cotidianidad. Sin embargo, esa inteligente elusión
no se dosifica de igual forma cuando se trata de expresar el drama familiar de
los que quedan tras la desgracia, sobre todo en algún caso en el que el autor
se excede en el tremendismo de una fatalidad rayana en el patetismo efectista,
aunque verosímil.
Lo
que más me interesa de la obra de Tallón es el ingreso en esos espacios
fronterizos antes de la catástrofe. El rebobinado que da título a la novela y
que permite a los personajes, mediante el mando a distancia de la evocación,
situarse en el tiempo en el que aún todo era posible, permanecer en ese
no-tiempo del todavía-no, y consumir con fruición cada fotograma de la película
antes de que el segundero alcance el cataclismo. El rebobinado del recuerdo que
permite resucitar a los muertos, insuflarles de nuevo vida y acción y
sentimientos y promesas y proyectos. En la contumacia del rebobinado está la
falacia de cambiar el destino. Pero también es interesante, claro, la zona cero
del después, la supervivencia tras la ruina, el sentimiento de culpa, las
crisis atisbadas y amortiguadas por la inercia de la rutina y que ahora
irrumpen con toda su verdad, zarandeadas por la brutal embestida de la pérdida.
Pese
a todo lo dicho, pues, la novela de Tallón se lee del tirón, sujeto el lector
por la brida de un ritmo narrativo bien manejado, que demuestra el buen oficio
del narrador. A la novela le sobran algunas obviedades que a veces convierte la
lectura en una crónica testimonial demasiado conocida y tópica y que va en
detrimento del artefacto propiamente literario.
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