CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

lunes, 22 de junio de 2020

490. Madariaga, el perfecto equidistante



El 30 de octubre de 1956, Albert Camus pronunció un discurso de homenaje a Salvador de Madariaga en el marco de los actos organizados por el gobierno de la República española en el exilio para celebrar los 70 años del insigne escritor. El evento, que se llevó a cabo en el parisino Hôtel d’Orsay y que recibió el apoyo de importantes intelectuales del momento, había estado precedido, dos días antes, por una gala celebrada en la Salle Pleyel que abrió el Orfeón Vasco «Guernica» y que contó también con la lectura de poemas de María Casares, la actuación de José Torres y su ballet y con el estreno de la obra de teatro del propio Madariaga, El 12 de octubre de Cervantes, a cargo de la compañía Mosaicos Españoles. La editorial Trifolium rescata ahora aquel discurso de Camus en la espléndida traducción de Armando Requeixo (no podía ser de otra forma siendo Requeixo el traductor) y añade, a modo de anexos, algún ejemplo de correspondencia entre Madariaga y Camus (la carta de Camus presidida por el membrete de la editorial Gallimard) y otros documentos epistolares relacionados con la adhesión al homenaje por parte de Malraux y Maurois. El apéndice incluye otras curiosidades, como las reproducciones de los carteles de las invitaciones a ambos eventos o el menú del banquete en el Hôtel d’Orsay (un paté en costra de hojaldre con gelatina de vino de oporto; brochetas de pollo asado; salteado de entrantes; ensalada de temporada; tabla de quesos; y de postre, delicias de helado en obleas y café).
En su discurso, Camus se queja del estado de la intelectualidad europea que, cegada por el odio a la otra mitad, transigió –cuando no sirvió vilmente– o bien a los fascismos o bien a las dictaduras comunistas. Madariaga, en cambio, es percibido por Camus como el perfecto equidistante (el epíteto es mío), pues alaba en él la capacidad de no posicionarse en ninguna de las facciones ideológicas que dominan, polarizadas, el espectro político europeo, sino de situarse en una centralidad que le permite discernir sin las pasiones de partido con inteligencia y honestidad. Así, «la libertad no es nada sin la autoridad y [ésta] sin la libertad no es más que el sueño del tirano»; los privilegios económicos son inaceptables pero toda sociedad requiere de un jerarca, pues «la nivelación es lo contrario de la verdadera justicia»; el poder solo puede ser legitimado por el pueblo, pero el sufragio popular ha sido el fermento para la anarquía o la tiranía; el internacionalismo ha sido la plaga de Europa pero aquella no puede obviar las naciones, «pues para superarlas es preciso que antes existan». No es de extrañar, pues, que Madariaga recibiese leña por todas partes y que, tanto la izquierda como la derecha, lo considerasen un traidor o un tibio por no significarse de manera inequívoca en sus respectivos programas ideológicos. Si Madariaga viviese hoy recibiría continuamente esa apostilla del equidistante que en nuestro país ha acabado por convertirse en un estigma, porque en España o se es azul o se es rojo como se es del Madrid o del Barça, para siempre, y el análisis sosegado de las virtudes y defectos de una ideología o la disidencia como bandera clavada en el territorio soberano de la personalidad, son herejía y blandura de espíritu. Madariaga representa en España ese concepto de centralidad que aquí es absolutamente imposible porque este es un país de talibanes doctrinarios. Es fácil entender, pues, la afinidad que alguien como Camus podía tener con Madariaga. En El extranjero, Camus había denunciado a la sociedad que olvida al individuo. Es fácil sentirse un extranjero en un mundo en el que hay que encajar siempre en la tiranía del rebaño. Mejor exiliarse.



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