El
30 de octubre de 1956, Albert Camus pronunció un discurso de homenaje a
Salvador de Madariaga en el marco de los actos organizados por el gobierno de
la República española en el exilio para celebrar los 70 años del insigne
escritor. El evento, que se llevó a cabo en el parisino Hôtel d’Orsay y que
recibió el apoyo de importantes intelectuales del momento, había estado
precedido, dos días antes, por una gala celebrada en la Salle Pleyel que abrió
el Orfeón Vasco «Guernica» y que contó también con la lectura de poemas de
María Casares, la actuación de José Torres y su ballet y con el estreno de la
obra de teatro del propio Madariaga, El
12 de octubre de Cervantes, a cargo de la compañía Mosaicos Españoles. La
editorial Trifolium rescata ahora aquel discurso de Camus en la espléndida
traducción de Armando Requeixo (no podía ser de otra forma siendo Requeixo el
traductor) y añade, a modo de anexos, algún ejemplo de correspondencia entre
Madariaga y Camus (la carta de Camus presidida por el membrete de la editorial
Gallimard) y otros documentos epistolares relacionados con la adhesión al
homenaje por parte de Malraux y Maurois. El apéndice incluye otras
curiosidades, como las reproducciones de los carteles de las invitaciones a
ambos eventos o el menú del banquete en el Hôtel d’Orsay (un paté en costra de
hojaldre con gelatina de vino de oporto; brochetas de pollo asado; salteado de
entrantes; ensalada de temporada; tabla de quesos; y de postre, delicias de
helado en obleas y café).
En
su discurso, Camus se queja del estado de la intelectualidad europea que,
cegada por el odio a la otra mitad, transigió –cuando no sirvió vilmente– o
bien a los fascismos o bien a las dictaduras comunistas. Madariaga, en cambio,
es percibido por Camus como el perfecto equidistante (el epíteto es mío), pues
alaba en él la capacidad de no posicionarse en ninguna de las facciones
ideológicas que dominan, polarizadas, el espectro político europeo, sino de
situarse en una centralidad que le permite discernir sin las pasiones de
partido con inteligencia y honestidad. Así, «la libertad no es nada sin la
autoridad y [ésta] sin la libertad no es más que el sueño del tirano»; los
privilegios económicos son inaceptables pero toda sociedad requiere de un
jerarca, pues «la nivelación es lo contrario de la verdadera justicia»; el
poder solo puede ser legitimado por el pueblo, pero el sufragio popular ha sido
el fermento para la anarquía o la tiranía; el internacionalismo ha sido la
plaga de Europa pero aquella no puede obviar las naciones, «pues para
superarlas es preciso que antes existan». No es de extrañar, pues, que
Madariaga recibiese leña por todas partes y que, tanto la izquierda como la
derecha, lo considerasen un traidor o un tibio por no significarse de manera
inequívoca en sus respectivos programas ideológicos. Si Madariaga viviese hoy
recibiría continuamente esa apostilla del equidistante que en nuestro país ha
acabado por convertirse en un estigma, porque en España o se es azul o se es
rojo como se es del Madrid o del Barça, para siempre, y el análisis sosegado de
las virtudes y defectos de una ideología o la disidencia como bandera clavada
en el territorio soberano de la personalidad, son herejía y blandura de
espíritu. Madariaga representa en España ese concepto de centralidad que aquí
es absolutamente imposible porque este es un país de talibanes doctrinarios. Es
fácil entender, pues, la afinidad que alguien como Camus podía tener con
Madariaga. En El extranjero, Camus
había denunciado a la sociedad que olvida al individuo. Es fácil sentirse un
extranjero en un mundo en el que hay que encajar siempre en la tiranía del rebaño.
Mejor exiliarse.
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