La
heterodoxia narrativa de Miguel Ángel Zapata pone notas de color en la
partitura adocenada de nuestra literatura. Un ejemplo de lo que decimos es su
último libro, Poética del ermitaño,
publicada por Baile del Sol. Leer a Zapata es una experiencia epigonal, pero no
respecto de una escuela literaria o de una convención estética concretas, sino
respecto de la literatura misma. Es la literatura después de la literatura. Es
como si Zapata escribiera desde el final del mundo y de los tiempos, apremiado
ya –pero sereno y conforme– por la ira divina y su lluvia de fuego. Y en ese
apocalipsis, Poética del ermitaño
parece una deconstrucción de todo lo conocido o, más bien, una última fe
edificada con los materiales de derribo de la literatura que le precede, llena
de ecos difusos que resuenan con los últimos estertores de la cultura. Pero,
¿de qué va Poética del ermitaño? Pues
va de alguien que se refugia del mundo –y tal vez de sí mismo– en una vieja
ermita abandonada, en lo alto de un pueblo costero. Su nombre es Don, la
fórmula de tratamiento que se antepone a su innominado nombre de pila. Porque
el libro de Zapata es también una fábula sobre la identidad perdida: Don ejerce
a veces de cómico en los geriátricos, alentado por su maletín con las siglas
«HL», que él cree que perteneció al actor Harold Lloyd, pero que son de un tal
Higinio López; otras, se disfraza de Santa Claus y regala obsequios fabricados
con desechos. La idea es ser siempre otro para ser aceptado, aunque ello
implique, a veces, convertirse en un animal y comer del suelo, animalización
que es una de tantas similitudes con el esperpento valleinclanesco, empezando
por las acotaciones de algunas escenas semiteatrales. Todo el libro de Zapata
es, en realidad un esperpento ecuménico. Su amor por la hipocondría no es más
que un deseo de afianzar la conciencia del propio yo. Desde su atalaya, Don
contempla el mundo de ahí abajo y, como un Fermín de Pas degradado –la
caricatura grotesca de Valle–, alcanza una suerte de sabiduría metafísica que
lo coloca por encima de las miserias e hipocresía de la gente de a pie: cuando
elabora su brebaje de sueños, todo el pueblo abomina de él porque el bebistrajo
invoca en las pesadillas los deseos inconfesables de cada cual. En su retiro
alucinado, Don convive con un niño decapitado y con la hermana de éste,
trasuntos ambos de un oscuro pasado. Al niño, Don le coloca fotografías de
personajes famosos a modo de cabeza con la ilusión de que estos le hablen, y la
nieve que cae evita cubrir la zona del campo anejo a la ermita donde se oculta
la calavera de aquel. Y todo es entonces reconstrucción de lo fragmentario para
hallar un sentido, aunque sea la realidad imposible de un inventario alucinado.
Y hay un baile con un Jesús crucificado; y hay dos gemelos, uno acondroplásico
y otro acromegálico, apóstoles de una nueva fe; y hay faros sin humanos y
vendedores de enciclopedias y prostitutas que cantan durante el coito y hay un
chico eviscerador de la lonja que escribe eslóganes murales; y hay traumáticos
retratos familiares y reparaciones de los vitrales de la iglesia con las
imágenes de sus apariciones, y en ese aquelarre alucinatorio se entremezclan
los géneros y hay teatro y hay poesía y hay ensayo y novela y narradores
recelosos de su propia omnisciencia, y hay ironía y lirismo descarnado y humor
y hallazgos surrealistas. Y hay un precioso final, a la altura de este mundo
periclitado y agonizante y pagano, que se erige en hecatombe y la hecatombe, en
túmulo y el túmulo reza: Poética del
ermitaño, de Miguel Ángel Zapata.













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