No ha debido de ser tarea fácil para Arturo
Pérez-Reverte crear el personaje de Lorenzo Falcó, aún más si éste aspira a
convertirse en el héroe de una nueva saga. El escritor cartagenero –aunque
apuesto que él preferiría la variante cartaginesa del gentilicio–, arrastraba
el lastre de Diego Alatriste, cuya compañía en los tercios de la literatura se
había dilatado durante quince largos años, estableciendo con él fuertes
complicidades que habían de predisponer necesariamente a su autor a atribuir
rasgos del soldado leonés a este mercenario de nuevo cuño. Es cierto que entre
1996 y 2011, Reverte ha escrito otras novelas y que su competencia narrativa le
ha permitido crear sin problemas otros personajes muy distintos del de
Alatriste. Pero hay demasiadas concomitancias entre este Lorenzo Falcó de la
convulsa Europa de principios del XX y el capitán del siglo XVII, tales como
cierto desencanto en su concepción del mundo o determinado sesgo ético en
algunos rasgos de su comportamiento. Quizás por eso, me ha parecido que en
buena parte de la novela, Reverte no hace otra cosa que tratar de buscar a su
Falcó, de darle voz propia, de individualizarlo, de explorar sus posibilidades
como personaje nuevo. Ya en las entrevistas que el escritor concedía con motivo
de la publicación de la novela, se atisbaba esa necesidad de explicar al
personaje, y ese apremio parecía pesar mucho más que los aspectos de la trama
argumental. Hay partes, pues, de la novela, donde se cargan demasiado las
tintas sobre la configuración del carácter del personaje. Sólo cuando el autor
se libera de esa búsqueda –podríamos llamar ontológica– de Falcó, la novela se
emancipa y vuela, ahora sí, eficaz y solvente, creando una atmósfera al más
puro estilo clásico de la novela negra, cuando los espías no estaban atontados
con el WhatsApp.
La novela toma como núcleo argumental el intento de
liberación de José Antonio Primo de Rivera de la cárcel de Alicante y la
ambigüedad de la cúpula franquista en torno a ese rescate. Estoy convencido de
que la lectura de Falcó no debe de resultar cómoda para un lector de
izquierdas. Lorenzo Falcó sirve a los nacionales en su misión y es ley no
escrita eso de empatizar con el personaje principal; de ahí las reservas que
determinados sectores ideológicos puedan albergar respecto a la novela. Sin
embargo, son prejuicios infundados. Falcó, efectivamente, trabaja para los
sublevados, pero podría hacerlo para cualquiera porque es un mercenario. Existe
un interés capital en Reverte en evitar los maniqueísmos y, por ello, crea un personaje
que sólo se sirve a sí mismo y que ningunea las grandes palabras que sustentan
los pilares doctrinales de los distintos credos políticos. Para Reverte, el
gran error español es el de etiquetar a las personas, el de colocarlas en
compartimentos estancos que no admiten matices, porque eso es lo cómodo. La
novela trata de neutralizar la dicotomía de buenos y malos para construir un
universo de escalas mucho más compleja que la burda simplificación con la que
se trata de explicar a veces aquella locura colosal que fue la guerra civil.
Falcó halla comportamientos miserables en ambos bandos y no escatima, por
cierto, en imputar muchos de ellos a la facción que circunstancialmente
defiende. Él mismo es un miserable cuando se trata de salvar el pellejo. Pero
también se burla de la ingenuidad que atesoran los que preservan los grandes
ideales en virtud de palabras como “patria” o “bandera” y aboga por la libertad
de no sentirse parte de nada. Porque, en muchas ocasiones, esas defensas
acérrimas de determinados principios sublimes no son más que construcciones
arbitrarias al servicio de unos intereses oscuros que toman como títeres a
mentes débiles y maleables. Ese es Falcó. Insobornable, mujeriego, egoísta y
expeditivo pero que, no obstante, conserva una suerte de lealtad y sentido del
honor, propios de otras épocas. Quizás de la de Alatriste.
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