Las
máscaras han estado íntimamente ligadas a la actividad teatral desde la
antigüedad. Pensemos, por ejemplo, en el teatro griego en el que los actores
iban ataviados con máscaras de color claro para personajes femeninos y oscuro
para los masculinos, o en las saturnales y lupercales romanas. Este elemento
siguió gozando de vigencia durante la Edad Media hasta llegar a ser imprescindible en los personajes de la Commedia dell' Arte italiana, cuyas
máscaras dejaron su indeleble huella en los carnales de Venecia. No olvidemos,
tampoco, que el símbolo del teatro son dos máscaras que representan a Talía y
Melpómene, musas de la comedia y de la tragedia respectivamente.
Si
bien el teatro de máscaras fue sustituido por un teatro que dejara ver la
expresividad del rostro de los actores, estas siguieron utilizándose dado su
potencial escénico. Seguramente nos venga a la memoria el famoso baile de
máscaras en el que se enamoraron Romeo y Julieta o los juegos de identidades y
equívocos de algunas de nuestras comedias de enredo del Siglo de Oro.
Actualmente,
se está produciendo un feliz renacimiento del teatro de máscaras puro, en el
que la carga interpretativa recae en la expresión corporal de los actores y en
su capacidad de infundir vida a unas hieráticas máscaras que se presentan ante
el espectador como una simbiosis perfecta con el actor que las porta.
La
compañía vasca Kulanka Teatro, creada en 2010, es uno de los referentes de este
teatro de máscaras contemporáneo. Tras el éxito de André y Dorine, llevan
varios años triunfando como Solitudes, obra que obtuvo el prestigioso premio
Max al mejor espectáculo en 2018.
Solitudes
es una bella y dolorosa reflexión sobre la soledad del ser humano. El
protagonista, un entrañable anciano que ha enviudado, se ve condenado a la peor
de las enfermedades: la soledad. Para su hijo y su nieta adolescente se
convierte en un estorbo, en una obligación, en un lastre que trastoca sus
vidas. Al dolor por la pérdida de su esposa –las reminiscencias a la película
animada Up son inevitables- se une el
sufrimiento de sentirse solo estando rodeado de sus familiares. ¿Hay mayor
paradoja? La incomprensión y la falta de empatía son crueles zarpazos que dejan
incurables heridas en el ánimo del anciano. Anhela una compañía, alguien que le
dedique unos minutos y comparta con él su mayor afición: jugar a las cartas. Su
desesperación es tal que una mosca se convertirá en su mejor y única compañía.
Se
trata de una historia dura pero llena de poesía, con una fuerte carga de denuncia
social pues no son pocos los mayores que viven esta "soledad
acompañada", tremendo oxímoron. Asimismo, aparecen otro tipo de soledades,
como la del hijo, un hombre estresado, fagocitado por las obligaciones del día
a día; la de la nieta adicta al móvil y a la televisión, que actúa a golpe de
los pitidos de su teléfono y que, por tanto, acaba aislándose también; o la de
una inexperta y torpe prostituta que se ve obligada a adentrarse en ese oscuro
mundo lleno también de soledad y maldad. ¿Será, quizás, que en la era más
tecnológica, en la que las comunicaciones son inmediatas, el ser humano se
encuentra cada vez más solo?
El
éxito del espectáculo radica, sin duda, en el buen hacer de Iñaki Rikarte y de
los tres actores –José Dault, Laura García Marín y Edu Cárcamo– que interpretan
diferentes papeles con unas máscaras que parecen rostros vivos, capaces de
transmitir emociones y sentimientos, y que realizan un excelente trabajo de
expresión corporal gracias al cual actor y máscara son un solo ente. Nada
desentona entre los cuerpos humanos y las enormes máscaras que portan.
Otro
gran acierto es la música. Luis Miguel Cobo ha compuesto una sinfonía que
encaja perfectamente con la historia y que nos regala bellos momentos
coreografiados como las partidas de cartas entre el matrimonio de ancianos. No
en vano, su autor recibió el premio Max a la mejor composición musical.
Esta
historia está salpicada de hermosos momentos de humor que intensifican el
carácter trágico de las acciones representadas. Risa y llanto, Talía y
Melpómene unidas para golpear con fuerza el alma del espectador. Este mudo
torrente de crítica, soledad, reflexión, poesía y humor inunda los ojos del
espectador hasta convertirse en un piélago calmado, en un espacio para el
pensamiento tranquilo y la toma de conciencia. Nunca antes el silencio había
sido tan elocuente. Sobran las palabras.
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