El otro día felicité a un
buen amigo por su reciente candidatura a unos premios literarios. Me dio las
gracias y me dijo que lo importante de los premios son las puertas que se
abren, las nuevas oportunidades que brindan para que el trabajo del escritor
siga teniendo un recorrido editorial y, por tanto, una visibilidad. Y que esa
visibilidad no busca el reconocimiento ni los focos, sino que es una
visibilidad altruista, la de quien comparte amorosamente un don para hacer partícipes
a los demás de un momento de belleza, porque la belleza hay que compartirla, no
se la puede guardar uno egoístamente para su disfrute privado. Que lo de menos
es el éxito, «el éxito lo enmierda todo», me dijo. De entre los aspirantes
seleccionados para el premio fue el único que no aireó la noticia. No la
compartió en redes sociales, no descorchó botellas de vino ni dedicó una sola
palabra a su merecida condición de finalista. Yo tal vez sí lo habría hecho. Él
no.
La conversación me hizo
pensar en la difícil relación que existe entre el ejercicio de la escritura y
el cultivo de la humildad. Supongo que debe de resultar difícil no envanecerse.
El escritor insufla vida (aunque sea vida literaria) a sus personajes, es un creador, un demiurgo, un pequeño dios, y
lo hace (o debiera) con el prurito de la belleza, esa aspiración a la que
solamente a unos pocos les está permitido acariciar –que no poseer– con la yema
de los dedos. Supongo que la vanidad en el artista es perdonable, quizás no
tanto las ínfulas, pero sí la vanidad y el orgullo. Y, sin embargo, no creo que
exista en el mundo un oficio en el que sea más necesaria la humildad que en el
de la escritura. Basta con mirar atrás y recorrer la nómina de los que nos
precedieron en el arte de escribir para sentirnos empequeñecidos por su
magisterio insuperable. No es complejo de inferioridad (que también), porque es
verdad que el escritor debe soltar ese lastre de que haya existido Cervantes
antes que él y debe afirmar su propia personalidad y valor literarios. Pero
pretender uno creerse alguien en medio de aquellos gigantes es pensar en lo
excusado.
Qué voy a decir yo de mi
escuetísima carrerita literaria. Dos novelas no dan derecho ni a medio
mililitro de agua en la fuente del Parnaso. Pero es que aunque las musas me
otorgaran la gracia de seguir publicando una novela tras otra, creo
sinceramente que con cada una de ellas se harían más hondos la timidez y el
recato. Solo con pensar que alguien ha decidido desembolsar los 18 o 20€ que
vale tu novela; con imaginar que tu libro va a formar parte de la intimidad de
un hogar, que va a acompañar al lector en sus sagradas horas de asueto, que
reposará tal vez en el regazo del lector vencido por el sueño en su cama (ojalá
no por el tedio de la novela), que formará parte de uno de los regalos con
quien alguien obsequiará a otra persona por su cumpleaños o por el aniversario
de bodas; con pensar que la historia pueda interpelarle y removerle en lo más
hondo y entrar, pues, como el hereje, en el sagrario de su conciencia, pensar
todo eso, digo, supone para mí una responsabilidad tan abrumadora que, con cada
nuevo libro dado a la imprenta, no puedo más que pedir perdón. Es por eso que
lo paso tan mal en las inevitables labores de promoción. Desconfío del
exhibicionismo pero debo participar en él. Detesto las estrategias de la
mercadotecnia pero uno se debe a la editorial que apostó por tu libro. Y en esa
dicotomía del escritor recóndito que solo quiso redimirse en su obra y en la
poca belleza que pudo alcanzar con ella, y el escritor social que debe airear
su nominación al premio equis, se libra una batalla casi moral. Qué bueno si
los libros pudieran caminaran solos. Qué bueno si el autor desapareciera y
quedasen solamente sus palabras. Qué mundo más hermoso el de los libros sin
escritores.
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