lunes, 29 de marzo de 2021

524. Landero quintaesenciado



 

Creo que Luis Landero se ha ganado el derecho de escribir un libro como El huerto de Emerson. Si la literatura de Landero representa, antes que cualquier otra cosa, el fluir natural de la escritura, el mecerse en las palabras sin otro propósito que dejarse llevar por su muelle tibieza, viajar al territorio de la evocación y de la nostalgia, transitar hechizados por los vagos intersticios de la memoria en la hipnosis del fraseo, paladear cada hallazgo del lenguaje, su elegante cortejo al idioma, si todo eso y mucho más significa Luis Landero, entonces El huerto de Emerson es el alambique donde se han quintaesenciado 32 años de labor literaria. ¿Y qué se ha quedado en la tela del cedazo? Pues el argumento. Él mismo lo confiesa al inicio del libro: «Por el momento no sé qué escribir, es cierto, pero eso importa poco». El argumento es el peaje por el que hay que pasar para la vertebración de un libro. Las editoriales lo exigen y también cierto tipo de lector. Pero es probablemente lo que menos le importe a Landero cuando escribe y, tal vez, lo que menos les importe a sus lectores incondicionales. No es nada nuevo. Landero ya lleva tiempo diciéndonoslo de forma velada en todos sus libros, pero ya se ha ganado liberarse de ese lastre: las cartas están boca arriba, las cartas que siempre presumimos, y sus lectores aceptamos su invitación. Así que, querido Luis, llévanos de la mano donde tú quieras, conversa con nosotros hasta la madrugada, toma el paso del baile y haznos girar a tu antojo en tu vals de palabras. Y así nos hablarás de tu vocación por la lentitud, la soledad y la concentración; del asombro y extrañamiento ante el mundo que hay en la mirada del niño que aún conservas. Nos contarás las lecturas que te han marcado y abandonarás el frío academicismo profesoral para hacernos vívidamente humanas algunas escenas, como aquella maravillosa del Lazarillo y el escudero o las evocaciones eróticas de Faulkner en El villorrio o Santuario, en Los pasos perdidos de Carpentier o en la conmoción del señor Bloom cuando mira a Gerty en el Ulises de Joyce: primorosas écfrasis que justamente consiguen lo que cualquier profesor desearía: seducir a sus alumnos a la lectura. Porque aunque el conocimiento de manual es necesario, nunca será comparable al poso que los libros dejan en el constructo espiritual de quien los lee: «¿qué podría decir yo sobre [el] pensamiento [de Adorno]? Cosas sueltas, medio anecdóticas […] Y sin embargo sé que sin Adorno yo no sería el que soy ahora». Nos hablarás de la importancia de la oralidad, de su magia, del arrobo de sus escuchantes. De tu vocación sedentaria y, paradójicamente, de todos tus viajes de la mano de los libros. Y, justamente, nos harás viajar también en el tiempo, como en aquella sugestiva estampa del siglo XVII. Y, claro, nos evocarás algunos episodios de tu vida, tan imbricados siempre con la literatura, como aquella delicia melancólica y amarga del capítulo de Pache o aquella otra, divertidísima, que confronta el temperamento de mujeres y hombres; o tu anecdotario personal: tu suplantación como profesor de francés, tu trabajo gris en una revista financiera donde se marchitaba la poesía. O esa portentosa «Plegaria», que es, en realidad, una poética literaria, llena de consejos impagables para los que aspiramos a parecernos remotamente como escritores a tu ejemplo. Y cerraremos el libro y aún resonará tu voz y el caleidoscopio de imágenes, que son más bien sensaciones, heredadas de tus palabras. También tú, querido Luis, un poso en nuestros corazones agradecidos, sin necesidad de trama argumental.


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