CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

lunes, 18 de abril de 2022

568. 'Cenotafios'

 


En la primera de las rimas de Bécquer, el poeta romántico ya se lamentaba de la imposibilidad de domeñar «el rebelde, mezquino idioma» y luego han sido muchos otros quienes han reflexionado sobre las limitaciones del lenguaje, como Angélica Lidell, Paul Celan o Antonio Gamoneda, por nombrar solo algunos de los autores con que el poeta Germán García Martorell abre las diferentes secciones de su primer poemario, Cenotafios, Premio Nacional de Poesía Joven Félix Grande en 2020.

 Y es que Cenotafios es, efectivamente, una auténtica ontología del lenguaje explorada desde el propio lenguaje poético, metaliteratura de altos vuelos con vocación trascendente. El poeta es un orgulloso depositario del idioma («Aprendí mi nombre en la lengua de mis padres»), y su padre, el poeta Ramón García Mateos, a quien yo no quería citar en ningún momento de esta reseña, decía lo propio en Triste es el territorio de la ausencia («Yo hice el mundo en mi lengua castellana»), verso recogido a su vez de un soneto de Dámaso Alonso, que es otro padre –quién lo duda–. Sin embargo, García Martorell sabe también que ese mismo idioma que le constituye no es más que un constructo arbitrario con que los «fundadores» pactaron «todos los lugares» sin atender al «estupor de saberse inmerso –[perdido]– entre los nombres»; que no soluciona la angustia metafísica de vivir, pese a la denodada «hemorragia verborraica» de todos aquellos que «susurran / inestables / un no sé quién soy / en un frágil yo de papel». En ese sentido, el poema es solo un despojo donde, a lo sumo, se puede vislumbrar, desde la celosía de su celda claustral, una herida: «cae la letra y es / el desgarro. O el fracaso».  El poeta denuncia el estatismo del lenguaje, su solipsismo, su anquilosamiento, una fosilización que pone en evidencia lo huero de los étimos: «reposo corruptor de la verdad», «aullido apolillado», «huir de la semántica estática», «la orfandad semántica de las palabras», ese legado de «palabras atávicas» que intentan tapar «el hueco de las mentiras cicatrizadas», porque allí donde «el código es [solo] el fin», «tal vez solo existen / cenotafios», una tumba sin cadáver. «Caminamos ante las fallas de los vocablos / en las hendiduras del verso y / la costumbre /en las grietas del acervo». Ante esta tesitura, el poeta se lanza a la búsqueda de un nuevo lenguaje, a su deconstrucción. Los violentos encabalgamientos generan ambigüedad en los enunciados, constatando la debilidad significativa de los mensajes; las cursivas se aferran a la intertextualidad de los versos que se citan como buscando asideros entre el desconcierto (Baudelaire, Avelino Hernández, Gamoneda, García Mateos, etc); de repente desaparecen las mayúsculas negando la solemnidad de lo heredado; se impone la fonética, como en una vuelta al balbuceo auroral; y a los adverbios relativos se les coloca la tilde convirtiéndolos en adverbios interrogativos –«dónde»– tan a propósito para la búsqueda; otras veces se violenta la sintaxis. Se trata de «fundar los términos como / un colapso en el universo del discurso», aunque para ello haya que acercar «el ácido de la orina» a las «altas torres que hemos heredado», que recuerda a las «indelebles guirnaldas de ácido úrico» con que Alberti y compañía decoraron las paredes de la Real Academia. Se insta a la «designificación» y el resultado más satisfactorio parece el de situar el lenguaje en los umbrales o en los puntos, pues «toda palabra se encuentra / en los intersticios» y «hay que avanzar en espacios liminares» y «constatar la desaparición» y el triunfo del silencio resonante. Pero esta preocupación del lenguaje no se basa solamente en el desasosiego del teórico, sino en el compromiso social que el poeta asume para la literatura y que, por eso mismo, hace necesarias las palabras significativas alejadas de los tropos. Si Lorca, en Poeta en Nueva York decía «yo no he venido a ver el cielo», sino «la turbia sangre», Germán, como en un eco, responde: «porque yo / tampoco he venido aquí / para hacer dormir a nadie» y por eso se lamenta de convertirse en «sepulturero del verso» y no «en obrero».

Cenotafios es un libro ensamblado con admirable cohesión, arriesgado pero certero y profundo en su planteamiento ensayísitco-poético, que augura el nacimiento de un poeta singular llamado a engrosar esa otra nómina de autores jóvenes en los que la poesía cifra su futuro.

lunes, 4 de abril de 2022

567. El auténtico Oeste está lejos de mí

 


Montse Tixé dirige actualmente una nueva puesta en escena de True West, una de las obras que forman la “trilogía de la familia” del escritor estadounidense Sam Shepard. La adaptación del texto corre a cargo de Eduardo Mendoza y los actores Tristán Ulloa y Pablo Derqui dan vida a los protagonistas de esta comedia negra, con un trabajo encomiable.

 Shepard sigue la estela de los grandes dramaturgos americanos como Tennessee Williams o Arthur Miller y recrea en sus obras un universo árido en el que la ruralidad adquiere atmósferas asfixiantes hasta la alienación. En este contexto, aparecen los hermanos protagonistas de este drama quienes hace un lustro que no se veían. Austin –un escritor de vida acomodada, casado y con hijos, que intenta acabar un guion para venderlo a la industria del cine– recibe el encargo de cuidar la casa de su madre mientras ella pasa unos días en Alaska. Allí llega también Lee, el hermano díscolo, pícaro y dipsómano, con una existencia disoluta y desordenada, quien pasa ciertas temporadas en el desierto, alejado de una sociedad en la que no encaja. Desde el primer momento, el reencuentro familiar deja entrever la tensa relación que mantienen ambos hermanos, incluso la envidia que parecen tenerse mutuamente pues ambos anhelan la vida del otro. El conflicto se agrava con la aparición de Saúl, un productor de Hollywood, quien les insta a colaborar en la redacción de un guion de un wéstern que podría mejorar considerablemente su situación económica. Este trabajo conjunto es el detonante que hace estallar los conflictos y reproches que durante años han oxidado sus lazos fraternales. Lo que hubiera podido ser una oportunidad para limar asperezas le sirve a Shepard para reflexionar sobre las negativas consecuencias de las relaciones familiares. Austin y Lee son personajes desnortados, con un conflicto identitario, hijos de un padre alcohólico y de una madre que se evade de la realidad y se refugia en el absurdo, tal y como se refleja al final de la representación cuando aparece en escena y tanto su comportamiento como sus diálogos son un sinsentido. Austin y Lee, tan diferentes en apariencia y tan iguales en cuanto a su desarraigo familiar, experimentan una inversión de papeles. Así, Lee muestra su lado más responsable y se afana en terminar el texto mientras que Austin se deja, se rinde, se refugia en la bebida y en el sueño de una vida en el desierto, espacio que mitifica. Todo ello en una atmósfera asfixiante en la que el calor, los grillos, las chicharras y los aullidos de los coyotes parecen augurar un desenlace trágico.

Quizás sea un problema mío, si es que se puede llamar problema a tener criterios y gustos propios. Pero soy incapaz de conectar con esa literatura norteamericana de ambientes sórdidos, personajes burdos, violentos, borrachos y existencialmente desarraigados. Eso que a veces se ha dado en llamar el realismo sucio es para mí solamente una concatenación de diálogos aguardentosos, soporíferos y repetitivos cuya supuesta aspiración al vacío metafísico se limita a cuatro salidas de tono, cinco exabruptos, seis o siete pataleos infantiles y poquísima verdad. Ni empatizo con los personajes, que se me antojan una irritante caterva de inmaduros, ni logro catarsis alguna, ni hay una pizca de emoción. Si lo que se pretende con todo eso es calcar ese vacío en las almas de los espectadores, pueden ahorrarse el esfuerzo. Hay más desarraigo en un parrafito de Sebald que en todas las puerilidades de los niños malcriados de Sephard. Si ese es el verdadero Oeste, déjenme en el Este de mis queridas antípodas literarias.