Todavía el caminante trae los ojos henchidos de azul
mientras camina por la calle Corral de Campanas. La epifanía se ha producido,
inopinadamente, unos minutos antes en el mirador del Troncoso. Ahora, por esta
callecita estrecha y solitaria que más parece sendero o vereda, el viajero aún
retiene el rumor del río Duero, su brochazo manso y demorado entre las aceñas,
tocador del puente de piedra, que se mira presumido en su espejo para barnizar
su vetustez. Desde la orilla, la ciudad le da la espalda al río, con el recato
trágico de una dama que se sabe ya añosa, ajada su belleza antigua, ante la
sempiterna lozanía del galán que a sus faldas durante siglos la corteja. El
cerco del tiempo se enseñorea tras las murallas de Zamora.
La calle Corral de Campanas desemboca en la explanada
de la catedral. Es inevitable alzar la vista y detenerla en su maravillosa
cúpula lobulada, madre nutricia de la ciudad, gallina clueca que cobija a los
pequeños cupulines que la rodean. Pero su grandiosidad y belleza subyugadoras no
distraen al viajero, cuyos ojos buscan un edificio inadvertido en su humildad.
A su izquierda, pegado a la Puerta del Obispo de la muralla, se erige la casa
de Arias Gonzalo. A la derecha de su muro rectangular, una puerta de madera
sella el arco semicircular. Claro que no es la puerta original pero el
sortilegio surte efecto igualmente cuando se toma la aldaba y se la golpea:
ruido de chiquillería dentro y, tras unos segundos, alguien manipula los
postigos y salen Sancho, Urraca y Rodrigo. Los dos niños juegan a batirse en
duelo con sus espadas de madera, mientras la infanta, que se ha quedado bajo el
umbral de la puerta, sonríe y anima a Rodrigo. Ha salido también Arias Gonzalo,
que nos mira con la complicidad resignada de quien ya lo sabe todo. Echa a andar
Arias Gonzalo y lo siguen los niños con su juego infantil; marchan deprisa, sus
figuras se emborronan, sus sombras se alargan y el viajero los pierde por
momentos. Al llegar a la Plaza de la Leña el viajero se apoya sobre sus
rodillas y toma resuello. Al levantar la cabeza, observa, de espaldas,
presidiendo la pasarela de la muralla, a una dama de negro. El viajero traspasa
la puerta de la muralla y comprueba, ya de cara, quién se halla tras la
misteriosa figura. Es doña Urraca, apostada en el torreón. El viento mece su
vestido. En su rostro afilado y duro, nada ya de su semblante infantil. Rodrigo
se halla frente a ella, al pie de la muralla, montado en su caballo. Se dirigen
unas palabras que no acertamos a oír. Sólo se imponen los sonidos de los cascos
inquietos del caballo, su piafar nervioso. De repente, doña Urraca se vuelve,
airada, y desaparece tras el palacio. Rodrigo permanece aún unos segundos y
después, resuelto, vuelve las bridas de su caballo y retorna. Una mano se posa
entonces sobre nuestro hombro. Es Arias Gonzalo. Y, sin saber cómo, estamos
otra vez muy cerca de su casa, en la Calle Postigo. En su extremo, un portillo
de la muralla, el de la Traición o de la Lealtad, según se mire. Una voz, como
un eco lejano, se escucha desde las almenas: “Rey don Sancho, rey don Sancho,
no digas que no te aviso…”. Irrumpe por
el portillo, de golpe, un caballero leonés. Es Vellido Dolfos, con el miedo
pintado en la cara. Los guardianes cierran el portón con premura. Vellido se
arrodilla ante doña Urraca, que ha salido a recibirlo. Le acaricia la coronilla
y se da la vuelta, con paso moroso, enlutado. Nos encaramamos a la muralla por
donde ha entrado Vellido. Desde ella observamos el cadáver ensangrentado de
Sancho y los gritos de Rodrigo a caballo. Rodrigo no porta espuelas.
Lejos, en el panteón de San Isidoro de León, bajo los
frescos románicos, se estremece una lápida anónima.
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