Hace ya más de cuatro años que nos dejó huérfanos de
su voz el gran Constantino Romero. Desde entonces, Clint Eastwood nos parece un
impostor, Terminator un robot de pega y Darth Vader un pobre asmático enlutado.
Y, sin embargo, todos ellos nacieron con sus voces originales, aunque a nosotros nos
parezcan las de unos extraños. Qué gran mago del ventrilocuismo
cinematográfico, don Constantino Romero, capaz de conseguir que la voz doblada
de Roger Moore fuera más auténtica que la que el agente 007 traía de serie en su
propia predisposición genética. Qué demiúrgico poder el de insuflar, mediante
el prodigio de la voz, una vida nueva a
quien ya la posee y convertirlo en otro más genuino, más cierto y verdadero,
degradando al legítimo a la condición de mero avatar. Y qué duda y
contradicción ontológicas nos produce escuchar eso que llaman la versión
original de las películas. ¿Acaso no es auténtico y único y más Apollo Creed
que nunca el que peleaba en el ring con la voz de Constantino?
También en el mundo del libro existen los dobladores,
ataviados aquí con las gafas del traductor. Y aunque, sobre el papel,
resultaría deseable leer los libros en su idioma original (¡cuánto nos hemos
perdido al leer a Homero traducido!), hay veces que los traductores consiguen
doblar las voces primigenias con un tino tal que, a buen seguro, algunas de
ellas perderían galones en su primer idioma. Léanse, si no, las traducciones de
Jorge Luis Borges o las excelentes de la editorial Acantilado.
Pero aquí hablamos de voces y, en último término,
nosotros mismos, los lectores, somos también dobladores consumados. Cuando, en
el privado ejercicio de la lectura, bisbiseamos los párrafos del narrador, o
cuando reproducimos mentalmente los diálogos de los personajes, o cuando
asistimos como testigos de lo hondo al inquietante monólogo interior del
protagonista, en todos esos casos, somos nosotros quienes ponemos la voz,
quienes ideamos un timbre, quienes modulamos los registros, quienes aplicamos
el diapasón a la frecuencia que mejor nos encaja. Y es por eso que, igual que
imaginamos paisajes, fisonomías y caracteres, así también fantaseamos con las
voces de los libros, que ya no podrán ser nunca otras, ni siquiera las de las
adaptaciones cinematográficas, aunque las doblase el mismísimo Constantino
Romero. Por ese motivo nos decepcionan los actores, sus rasgos y dicciones,
porque no son ya los que habíamos inventado en nuestro irrepetible e
infranqueable estudio de doblaje. Algo así como cuando, a la inversa, a la voz
de nuestro locutor radiofónico favorito le descubrimos una cara y se nos rompe
para siempre el sortilegio.
Pero el más radical ejercicio de doblaje que existe en
el mundo es el que hacemos con nosotros mismos. La sociedad misma está llena de
dobleces y de roles artificiales que desempeñar. Y en todas esas situaciones, nos
doblamos para ejercer del personaje que aspiramos a ser en cada momento en
nuestra existencia poliédrica. Y, sin embargo, sólo hay una única y verdadera
voz interior, aquella que nos define esencialmente, que nos conmina a elevarnos
por encima de las otras voces tras las que nos ocultamos. Esa voz surge del
único estudio de doblaje del que no se sale nunca impune: aquel en cuya voz
reconocemos nuestra autenticidad, el tuétano de nuestro ser, nuestra inexorable
conciencia.