La editorial Impedimenta, con la delicadeza y buen
gusto habituales, acaba de publicar la edición conmemorativa de La librería,
una de las novelas más significativas de la escritora inglesa Penelope
Fitzgerald (1916-2000), finalista del Booker Prize. Conviene leerse el
postfacio, a cargo de Terence Dooley, albacea literario y yerno de la autora,
pues su testimonio arroja algunos pormenores biográficos que redimensionan la
lectura de la obra. Coincide la publicación del libro, con la excelente
adaptación cinematográfica de Isabel Coixet.
La novela narra la tenacidad insobornable de Florence
Green, quien adquiere una casa abandonada en Hardborough con la intención de
abrir en ella la única librería de este pequeño pueblo costero. Su proyecto
encontrará la sutil oposición de las fuerzas vivas del pueblo, especialmente el
de la insufrible señora Gamart, una aristócrata muy pagada de sí misma, que no
parece tolerar que una advenediza se arrogue la potestad de la promoción
cultural en “su” feudo. Herida en su prurito de mecenazgo, que es pura
impostura de cara a la galería, activará toda su influencia social y política
para que el proyecto de Florence Green fracase.
Se ha dicho que la novela de Fitzgerald es un canto a
los libros y a su resistencia silenciosa. Pero para mí, esta insistencia de la
crítica en querer convertir esta obra en una alegoría de la literatura como
trinchera, me parece que tiene más de necesidad romántica que de realidad. Por
supuesto, que la cultura del libro subyace detrás de toda la trama pero La
librería me parece más el duelo entre dos caracteres enfrentados –la
arrogancia de la poderosa señora Gamart frente a la épica humilde y solitaria
de Florence Green– que otra cosa. El alegato literario más claro –y más
hermoso– de todo el libro se produce en la página 128, cuando Florence responde
a una carta del abogado de Gamart donde éste le recrimina la obstrucción que
produce en la carretera la aglomeración de clientes agolpados en las
cristaleras de la librería, atraídos por la novedad editorial de la Lolita
de Nabokov; el abogado añade que como no puede aducirse que la aglomeración
responda a motivos de primera necesidad, debe actuar para evitarla. No me
resisto a copiar literalmente la respuesta de la librera: “Un buen libro es la
preciosa savia del alma de un maestro, embalsamada y atesorada
intencionadamente para una vida más allá de la vida y, como tal, no hay duda de
que debe ser un artículo de primera necesidad”.
La alusión a Nabokov y la complicidad literaria con el gran lector
Brundish, que le muestra su apoyo, completa la escasa lírica libresca,
supeditada las más de las veces al litigio administrativo y a la connivencia
apática de un pueblo “que no había querido tener una librería”.
La adaptación de Coixet es hermosísima. La cadencia deliciosa
de su ritmo narrativo recoge a la perfección el delicado espíritu de la novela.
Además, Coixet tiene la habilidad de insuflar un alma a la trama, algo que eché
de menos en la a veces fría prosa de Fitzgerald. Así, Coixet carga las tintas
en la relación entre Brundish y Florence, apelando –ahora sí– a un bonito
homenaje al mundo de los libros o reformulando la rebeldía de Christine, la
pequeña ayudante de Florence que acabará por amar los libros y que completará
en un futuro la empresa frustrada de la señora Green en un final de la cinta
realmente emocionante. Merece la pena, pues, experimentar el doble ejercicio de
la lectura y del visionado de la película porque, en este caso, sí se puede
decir que ambos géneros se completan y complementan. Tal milagro obedece, claro
está, a la magia de los libros.
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