He decidido renunciar a ver La higuera de los
bastardos, la adaptación cinematográfica de la novela cuasihomónima de
Ramiro Pinilla (La higuera) que el escritor vasco publicara en 2006 con
la editorial Tusquets. El motivo quizá estribe precisamente en eso, en la
bastardía del título de la cinta, que parece estar ahí para prevenirnos de la
casi segura degradación del libro en su migración a la gran pantalla. Y no es
este el prejuicio de un amante de la literatura –siempre el libro antes que la
película, diría el purista–, pues la semana pasada comprobamos en estas mismas
páginas cómo la versión de Isabel Coixet de La librería, la novela de
Penelope Fitzgerald, complementaba y hasta superaba el libro original. No se
trata de eso, pues, sino del convencimiento de que, efectivamente, a la novela
de Pinilla le ha salido un hijo bastardo, de esos con que los padres deben
condescender casi por obligación. Entre las críticas que ha recibido la
película se suele argumentar que la directora, Ana Murugarren, no ha sabido qué
hacer con el personaje principal del libro, el misterioso ex falangista que se
pasa toda la trama vigilando una higuera. No debe de ser fácil, ciertamente, un
metraje circunscrito a un único espacio y en torno a un personaje cuyas
tribulaciones mentales casan bien con la complicidad confidente de la
literatura pero no tanto con el género cinematográfico y su servidumbre a lo
visual. Pero entonces bastaba, quizás, con seguir la máxima de Manolete. Por
otro lado, la elección de los actores y el mismo tráiler promocional auguran
que la película tiende a convertir en surrealismo o, lo que es peor, en
histrionismo, lo que en la novela de Pinilla era sutil e inteligente ironía. Al
menos la película servirá para recuperar para los lectores el magnífico libro del
autor bilbaíno.
Como se sabe, La higuera narra la historia de
Rogelio Cerón, uno de los falangistas que, con su cuadrilla, andaba fusilando
de casa en casa a las víctimas de las delaciones vecinales en Getxo. En una de
esas visitas, Rogelio se topa con la mirada perturbadora de un niño, hijo y
hermano de los detenidos que van a fusilar y desde ese momento ya no podrá
dejar de librarse de ella, convencido de que esa mirada esconde una promesa de
venganza que el niño llevará a cabo cuando éste se convierta en un adulto. Su
obsesión es aún mayor cuando, al día siguiente, comprueba que el niño ha
enterrado a sus familiares y que, sobre su tumba, ha plantado el esqueje de una
higuera. Desde ese momento, el niño y Rogelio se encontrarán cada noche en ese
mismo lugar, en unas citas silenciosas llenas de significado y en las que se
produce el acuerdo tácito de que Rogelio cuidará del crecimiento de la higuera.
Así, el exfalangista se instalará definitivamente allí, ante la incomprensión
de sus compañeros, que lo tomarán por loco, y vivirá pendiente de la higuera y
del niño durante años hasta que en 1966 la construcción de un instituto de
enseñanza media amenace su empresa y desentierre su secreto.
Sin alardes retóricos ni grandes frases sentenciosas
ni apelaciones moralistas, ni patetismos, Pinilla convierte a esa higuera de
su novela en el alegato más hermoso de eso que hoy llamamos memoria histórica.
La higuera simboliza el remordimiento, la culpa, el retorno doloroso del pasado
que lacera a quienes se creyeron por encima del bien y del mal durante la
guerra civil. Pero es también el recuerdo de los asesinados y desaparecidos. El
árbol, ya robusto, que ha cuidado Rogelio, es el panteón de todas las cunetas
de España, su tronco aguerrido representa la fortaleza de ese recuerdo y el
peso de los higos que doblega sus ramas, la carga que debemos soportar como
nación.
Esta novela te pellizca el corazón y el simbolismo que el autor le da a la higuera me parece muy acertado. Enhorabuena por tu artículo.
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