Si hay algo en lo que el ser humano se reconoce
radicalmente es en la infelicidad. Pulimos el espejo donde nos miramos, lo
abrillantamos, lo decoramos con un bonito marco pero, indefectiblemente, el
azogue de la vida acaba convirtiéndolo en una superficie purulenta que se
superpone a nuestro rostro como un sarampión. Y es así, de esa guisa ante el
espejo, como mejor nos reconocemos; es así, en las cicatrices del tiempo, donde
aceptamos nuestra verdad más esencial, las más dolorosa y, a la vez, la más
hermosa. Afirma el profesor Eric G. Wilson en su libro Contra la felicidad.
En defensa de la melancolía, publicado por Taurus hace ya una década, que
“fue el cavernícola melancólico y retraído que se quedaba atrás y meditaba,
mientras sus felices y musculosos compañeros cazaban la cena, quien hizo
avanzar la cultura”. Y es que lo mejor de la cultura no se entendería sin la
melancolía, sin el destino aciago, sin la tristeza, sin la infelicidad. La
experiencia de la propia melancolía es precisamente la que activa la conciencia
del propio yo, su territorio incómodo pero auténtico y profundo, su
esencialidad, lejos de las consignas de la sociedad materialista que nos quiere
a todos felices mediante los mismos mecanismos de alienación, como cortados
todos por el mismo patrón de un hedonismo salvaje que no se refuta: autómatas
de la felicidad, zombis de la dicha. Quien no haya probado la hiel de la
melancolía, jamás sabrá quién es de verdad: un ignorante aborregado que nunca
buceará por las bellísimas simas de su humanidad. La felicidad sin cortapisas y
la estupidez o la ignorancia son conceptos que pueden estar más cerca de lo que
uno cree. Por eso, la mayor parte de las grandes obras de la literatura
universal son infelices. Porque el genio que las creó, activó el resorte de su
padecimiento, porque excavó el filón de su tristeza y halló el mineral precioso
de su vocación trascendente. No abunda la literatura feliz porque la felicidad
no genera creatividad, no activa ningún conflicto. Si se es feliz, no se
cuenta. Se es y ya está. ¿Qué interés reporta? El inicio de Ana Karenina
es significativo al respecto: “Todas las familias dichosas se parecen, pero las
infelices lo son cada una a su manera”. Casi todas las obras de Shakesperare,
el más grande artífice de las pasiones humanas, son infelices. Don Quijote no
tiene nada de cómico; Madame Bovary, Ana Karenina y Ana Ozores no fueron
epicúreas del amor; al Paraíso de Dante le precedió su Infierno. ¿Y qué decir
de la poesía lírica? Sólo esa suerte de celebración guilleniana del mundo,
común a muchos poetas, parece optimista, pero hasta en ella hay una ambigua
comunión con el cosmos donde el alma anhela diluirse y desaparecer. En la
desgracia las palabras parecen sublimarse ataviadas en su luto, se desangran
heroicamente en su trance luctuoso, como un ejército de letras derrotado
regresando de la contienda de la vida en cuyos harapos ajados hubiera más
grandeza que en las galas de las grandes fiestas. Palabras que desafían la
comodidad de la semántica porque han vuelto del averno del sufrimiento
empapadas de las vísceras de sus nuevos significados; palabras como negras
erinias de una tragedia griega, procesionando el dolor, transportándolo en
andas hasta el altar de la literatura; palabras inmolándose a su holocausto en
la pira sacrificial de los libros mientras los lectores, feligresía en
catarsis, entona en el bisbiseo de la lectura la universal letanía del sufrimiento.
Tan terrible. Tan hermosa.
¡Qué buen artículo, Fernando! Atinado, fino y bien escrito, como de costumbre.
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