Resulta enojoso toparse en un mismo párrafo con los
nombres de Quim Torra y de Antonio Machado juntos. La distancia sideral que
separa a ambos en la calidad humana, y no digamos ya en el plano intelectual, convierte
al renglón que los comparte poco menos que en una afrenta ominosa para el poeta
sevillano, aunque él, paradigma de la tolerancia y filántropo universal, no le
daría importancia alguna. Pero la caprichosa tiranía de la actualidad ha
querido colocar ambos nombres en la misma página, empeñado como estaba el Poc
Honorable en que el presidente Sánchez le mostrara el jardín de la Moncloa
donde se citaban, clandestinamente, don Antonio y doña Guiomar. Hubiéramos
deseado asistir al mismo interés de Torra por Machado cuando sus acólitos
radicales quisieron retirarle una calle en Sabadell pero entonces, el
presidente de menos de la mitad de los catalanes no dijo esta boca es mía.
Efectivamente, Pilar de Valderrama –la Guiomar de los
poemas de Machado–, y el poeta, que ya se conocían de un encuentro en Segovia,
donde ejercía la docencia el sevillano, y a donde Pilar había viajado para
recobrarse de una infidelidad de su marido (con suicidio de la querida
incluido), comenzaron a verse durante el verano de hace 80 años en los jardines
de la Moncloa, cuando la actual residencia oficial del presidente del Gobierno
era sólo un palacete del siglo XVIII catalogado como bien de interés
arquitectónico, propiedad del Ministerio de Instrucción Pública. Machado llamó
a aquel jardín en sus cartas y poemas a Guiomar como “El Jardín de la Fuente” y
al banco donde ambos se sentaban como “El Banco de los Enamorados”. Comoquiera
que el jardín estaba sólo a un quilómetro y medio de la casa de Pilar, la
pareja decidió citarse en el Café Franco-Español, sito en el barrio obrero de
Cuatro Caminos, al que Machado se refería como “nuestro rincón”. La obsesión de
Machado por Pilar de Valderrama llega a ser, para el lector que se acerque a su
correspondencia, sonrojante. A veces, Machado se llegaba furtivamente a las
inmediaciones del chalé de ella para verla aparecer por los ventanales. Los
apelativos cariñosos, de lo más cursi (lo que demuestra que hablaba el hombre
desbordado y no el poeta), y su entrega incondicional, parecen contrastar con
la aparente frialdad de Pilar, siempre atenta a la salvaguarda de su castidad
(algunos pasajes de las cartas de Machado han sido decoloradas por ella cuando
veía en éstas alguna exaltación amatoria que comprometiera su virtud) y en la que se intuye cierta ambición
personal relacionada con el patronazgo que el poeta pudiera llevar a cabo de
las obras de aquella, aunque no queremos ser mal pensados. De ideas
conservadoras, Pilar de Valderrama no vio con buenos ojos el advenimiento de la
República, y Machado, republicano convencido, debe hablarle con cautela cuando
las conversaciones derivan hacia temas políticos. Su relación duró 8 años, el
tiempo que tardó en llegar la guerra. La familia de Valderrama se refugió en la
Portugal de Salazar, y del final de Machado no hace falta dar cuenta.
Probablemente, Pilar fue el gran amor en la vida del poeta cuando éste ya no creía
que reverdeciera la pasión en su corazón.
Ahora, en el Banco de los Enamorados ya no se sientan
Guiomar y Antonio, sino Sánchez y Torra. Y estos, como otrora los amantes, también
se profesan palabras de amor. Pedro y Quim. Pedro le acaricia el lacito
amarillo y le dice cariñosamente “ay, mi terco tontín”; y Quim le recuerda a
Sánchez que Estremera era el apellido de la amiga de Guiomar, la cómplice que
ayudaba a que las cartas inflamadas de amor de Antonio llegaran hasta sus
manos, y no una cárcel de Madrid. Y así, entre estas confidencias susurradas,
cae el crepúsculo en el Jardín de la Fuente y Quim deja caer su cabeza sobre el
hombro de Pedro en el Banco de los Enamorados.
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