Estoy seguro de que mi afición por la prosa demorada,
por las descripciones morosas y por la melancolía literaria proceden de los
relatos que leí en mi época de escolar a través de los libros de texto de la
colección SENDA. Durante la década de los 80, la editorial Santillana lanzó una
colección de manuales de lectura que obtuvo la buena acogida de los centros
educativos de la extinta y añorada EGB. Es difícil que alguien de mi generación
no reconozca con una punzada de nostalgia las tapas marrones de aquellos
libros, en cuyas portadas aparecían Pandora, el remolque Rulot o el caballo
Clavileño, entre otros personajes de nuestra iconografía infantil. Creo que fue
en las páginas del SENDA 4 donde hallé aquel relato de Ignacio Aldecoa que me
marcaría para siempre y que se titulaba “Solar del paraíso”. En él, el escritor
vitoriano se detenía en una estampa desoladora de un paisaje agreste entre dos
puentes tras la crecida de un río. El texto evocaba, después, los tesoros que
los niños hallaban cuando el cauce volvía a su pobre caudal, entre el cieno y
los juncos. Literatura de arrabal para lectores expertos en la exploración de
los descampados. Además de su calidad literaria, todo aquel relato estaba
revestido de una devastadora sensación de extrarradio que pellizcaba el alma,
aunque yo entonces, en mi ingenuidad infantil, no supiera ponerle palabras a
aquella sensación de grisura irremediable. La misma que sentía al leer “El
faro”, de George Toudouze, escritor francés hoy prácticamente olvidado. Ignoro
si el antólogo de los SENDA sufría algún tipo de depresión en cuyo tamiz
cribase la selección de aquellos textos, pero yo agradezco la sensibilidad de
aquellas primeras lecturas, adultas antes de tiempo, porque fue allí, entre
aquellas palabras de acíbar, donde eduqué el gusto literario y donde se me
inoculó, como un dulce veneno, la savia medicinal de mi naturaleza melancólica,
compañera tantas veces en la lectura cómplice de mis maestros más queridos.
Hoy, cuando nuestros hijos están entre los algodones de una sobreprotección
hedonista –siempre la felicidad como parámetro innegociable– sería impensable
que un pedagogo incluyera un texto como el de Aldecoa entre las lecturas de un
niño de 10 años. Como si hubiera que extirpar la melancolía a toda costa, como
si ésta no formara parte, también, de la dimensión espiritual del ser humano y
no tuviese, entre sus virtudes, la de recordarnos nuestra reivindicación
trascendente, usurpada quién sabe en qué etapa de nuestro arcano
primigenio. Tampoco los niños lo
entenderían, para qué nos vamos a engañar, igual que un adolescente no entiende
ya los libros de Salgari, de Verne o de Kipling. Signo de nuestro tiempo, como
lo es también que la colección SENDA se pueda obtener hoy en Internet a precios
de escándalo entre los especuladores de la nostalgia, que la mercantilizan como
se mercantiliza todo hoy en día. Yo, que perdí mi SENDA, –ay, tantas veces la
he perdido–, en los sumideros del tiempo, me arrepiento tanto de no haber
conservado aquellos libros… Pero me alivia algo pensar que viven dentro de mí,
a salvo de las trituradoras, y que afloran siempre que, con Fray Luis de León,
escojo la escondida senda del recogimiento, y los SENDA se hacen senda, otra
vez, cubierta de hojas amarillas que crujen a mi paso, y es la página del libro
que crepita entre mis manos para el frío del invierno.
Yo afortunadamente conservo en perfecto estado el que has escogido en este post, y debo añadir que tienes mucha razón en todo lo que has comentado, la melancolía se abre en forma de libro cada vez que lo tengo en mis manos y sus lecturas me llenan los ojos de un querido y feliz ayer. Gracias por traernos el lindo pasado de nuestra querida EGB, ya quisieran nuestros hijos aquello...
ResponderEliminarSon los libros que en el área de lenguaje,desde el curso 80/81 estuvieron vigentes en todos lis cursos del Colegio Azorin de Alicante en el que coordinaba el departamento de Lenguaje.Suscribo totalmente este escrito.
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