La intrahistoria de El castigo sin venganza, de
Lope de Vega, está envuelta en una serie de anomalías que ha desatado entre los
estudiosos, desde hace tiempo, todo tipo de especulaciones. En primer lugar,
desde la fecha del autógrafo (1 de agosto de 1631) hasta el visto bueno de la
censura, pasan 9 meses. Después, la obra tardó en representarse un año largo y,
cuando lo hizo, disfrutó de una sola representación. Tal fue así que Lope tuvo
que imprimir en 1634 la obra suelta (y no en agrupaciones antológicas como era
costumbre), para dar satisfacción a todos aquellos que no habían podido asistir
a su estreno y a los que había llegado, por boca de los pocos afortunados que
sí la habían visto, la ponderación de su enorme calidad. Así, pues, El
castigo sin venganza acabó por pasar de ser una obra para ser representada
a convertirse en una obra destinada a ser leída. Los pormenores de esta extraña
causítica darían para otro artículo pero es probable que Lope hubiera perdido
el favor de la corte tras su frustrada competencia con José Pellicer por
hacerse con el cargo de cronista o porque la obra incluyera, en la historia del
duque de Ferrara, algún tipo de alusión velada a otro affaire amoroso de
persona principal.
El argumento, que se remonta a un hecho histórico y
que aparece literaturizado en las Novelle de Bandello, es bien conocido.
Federico, el hijo bastardo del duque, y
Casandra, su madrastra, se enamoran. Cuando el duque conoce estos amores
urde un plan para que ambos mueran: deja a su mujer maniatada y sin sentido
bajo un manto e insta a su hijo a dar muerte al bulto alegando que es un
conspirador. Cuando Federico obedece y da muerte, sin saberlo, a Casandra, el
duque hace prender a su hijo y le acusa de haber matado a su madrastra por
temor a quedar desheredado por el hijo legítimo que ella esperaba. El duque
perpetra, así, su castigo sin venganza, es decir, oculta la doble deshonra que
ha sufrido (el adulterio de su mujer y la deslealtad incestuosa de su hijo) y
enmascara su acto en las leyes políticas y sociales, dejando al margen su
afrenta privada.
Helena Pimenta se despide de la Compañía Nacional de
Teatro Clásico con una nueva versión del grandísimo Álvaro Tato. Y lo hace fiel
a uno de sus sellos de identidad: los juegos espacio-temporales. Tal y como hizo
con La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, adapta los vestuarios para
ambientarnos en la corte de Ferrara, donde el coro se comporta como una caterva
de oscuros gángsteres y el duque, sentado en su silla de barbero a modo de
trono, ostenta su poder altivo pero vulnerable, como un Albert Anastasia
redivivo. Joaquín Notario interpreta con maestría la desazón del duque por su
fama licenciosa y el conflicto interior por la terrible decisión que debe
tomar; Beatriz Argüello desata la feminidad herida de Casandra con desgarradora
dicción; Rafa Castejón se apropia de las dudas de Federico con enorme
intensidad dramática; y Carlos Chamarro adopta con espléndida solvencia la
ambivalente comicidad de Batín, un gracioso ya muy distinto del canónico, que
no puede soslayar la parte de la tragedia de la que es testigo. La escenografía
es acertadísima, con las veladuras que esconden el incesto y el juego de
espejos, tan importantes en el autógrafo, que Pimenta explota para realizar un
interesante ejercicio de perspectivismo. Todo en la obra es digno de encomio.
El elenco de la Compañía es de otro planeta. Todos sus actores han sido
regalados con un don, que quintaesencian con su trabajo titánico y entusiasta y
del que ya quisieran disponer para sí los actores mediáticos del cine y la
televisión. Su merecido éxito, bien merece un brindis en el Decadente.
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