Cuentan que durante un viaje en avión cayó en las
manos de Francis Ford Coppola la novela El corazón de las tinieblas, de
Joseph Conrad, y que, tras su lectura, el director americano supo enseguida que
el argumento de aquel libro iba a inspirar su siguiente película. El capricho
de las efemérides ha querido que ambos, película y libro, celebren este año
sendos aniversarios redondos, de esos que gustan a los amantes de las fechas y
que a mí me regala el pretexto perfecto para hablar de lo que me apetece, sorteando
los imperativos de la prensa y su servidumbre a la actualidad, mediante este
subterfugio de los cumpleaños. Pues sí, Apocalypse
now cumple 40 años y El corazón de las tinieblas, 120. Y ya
legitimado por la obligada tiranía de las coyunturas, hablemos ahora de lo que
verdaderamente importa.
El corazón de las tinieblas es uno de esos pocos libros de los que uno no logra
salir nunca. Inspirada en los viajes africanos de Conrad, narra la expedición
de Charlie Marlow remontando el río Congo con la misión de encontrar al
misterioso comerciante Kurtz, que se ha granjeado las envidias de sus colegas
por su éxito en el acopio de marfil y que hace años que no sale de la estación
que dirige. Durante el viaje, la figura mítica de Kurtz irá engrandeciéndose
merced a los comentarios que de él hacen quienes lo han conocido hasta
transformarlo poco menos que en un tótem para idólatras. Cuando logra alcanzar
la estación de Kurtz, Marlow descubre que aquel se ha convertido en el líder de
la comunidad negra que le asiste, que lo trata como a un dios, y que parece
haber perdido todo vínculo con los patrones que rigen la civilidad de su origen
europeo. Lo fascinante de la novela de Conrad reside en el paulatino poder que
ejerce la jungla sobre sus personajes, que acaban siendo fagocitados por el
misterio telúrico de la Naturaleza en su sentido más primigenio, ejerciendo en
ellos una involución o una regresión hacia las esencias de su animalidad o de
su origen ontológico, conduciéndolos al misterio de ser desde la raíz misma de
la vida. También Marlow experimenta esa llamada atávica conforme se adentra en
las profundidades del continente africano pero es Kurtz quien ha sucumbido
enteramente a la comunión radical con el arcano que todo lo explica. Es ese crescendo
el que subyuga en cada página. Por eso en la versión cinematográfica, en
concreto en la versión extendida que Coppola presentó en Cannes en 2001, creo
que sobra la escena de la guarnición francesa, con su vida acomodaticia y
civilizada, que es un anticlímax contraproducente en el ritmo creciente hacia
el tuétano de la barbarie. Por lo demás, la película de Coppola es una
excelente versión del libro, transportada a la guerra de Vietnam, respetando
con todas las licencias que se quieran (geniales las excentricidades del coronel
Kilgore con un Robert Duvall en estado de gracia) los temas de Conrad, como los
abusos del colonialismo, entre otros. Pero es, sobre todo, la atmósfera
apocalíptica que da título a la película, las tinieblas que dan título al
libro, donde parece que el principio de todo se funde esquizofrénicamente con
el final de todo, lo que produce ese efecto narcótico que impide separarse de
la pantalla durante 3 horas y también del libro, que puede leerse del tirón,
porque la selva, como en aquella Vorágine de José Eustasio Rivera o como
la infinita pampa en Don Segundo Sombra, de Güiraldes, o como la Comala
de Pedro Páramo, no nos suelta nunca. Quizás porque sabemos que en esos
territorios se halla, tal vez, la verdad de lo que somos más allá de lo que
somos.
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