Es lo que tiene la lluvia fina, que parece que no moja
hasta que descubrimos que estamos empapados de su húmeda melancolía, como aquel
inolvidable orballo de Camilo José Cela en Mazurca para dos muertos.
Algo así es la escritura de Luis Landero, una lluvia mansa y paciente de
palabras que en su último libro acaba por calarnos hasta los huesos en medio de
esta intemperie que es, a veces, la vida.
Con el objeto de reunir de nuevo a toda la familia y
restañar viejas heridas, Gabriel intenta organizar un reencuentro alrededor del
cumpleaños de su madre. Su buena intención pronto halla los primeros obstáculos
cuando, ante la perspectiva de coincidir todos juntos, se reabren antiguas
tensiones, imperdonados rencores y terribles secretos que habían permanecido
hasta entonces en barbecho.
Una de las primeras impresiones que tuve al leer Lluvia
fina (Tusquets), fue la de su fácil traslación al género teatral. Y no sólo
porque la última novela de Landero sea una de sus obras más dialogadas, sino
porque en su estructura se activan con sorprendente naturalidad determinados
resortes dramatúrgicos que la hacen perfectamente permeable a su adaptación a
las tablas. Es cierto que cuando se establecen esos diálogos, uno está deseando
reencontrarse con el Landero narrativo, más reconocible para sus lectores
leales, pero las treguas dialógicas no sólo no menoscaban la incuestionable
calidad de la novela sino que la enriquecen, al dejar que los personajes configuren
ellos mismos sus rasgos personales mediante sus propias intervenciones,
matizando con sus respectivas formas de hablar las marcas de su carácter y
ayudando a desbrozar las oscuridades que esconde la maleza de la trama. En ese
sentido es magnífico el dominio de los registros de los personajes, que
consigue individualizarlos y hacerlos creíbles, especialmente, el usado con
Andrea, de la que Landero parece reírse a veces, con su cursi y trasnochada
grandilocuencia victimista extraída de las letras de heavy metal a la
que es aficionada.
Especialmente relevante es el personaje de Aurora. Si
en otras obras de Landero, el protagonismo recae sobre el que cuenta
(recordemos, por ejemplo, las historias de la abuela Francisca en El balcón
en invierno), aquí cobra importancia capital la figura del escuchante.
Aurora atiende, merced a su capacidad para escuchar, las miserias que le
explica el resto de personajes, trata de no juzgar, de ser equidistante, de
generar una atmósfera conciliadora, de comprenderlos. A Aurora, en cambio,
nadie le pregunta cómo está.
Dos ideas jalonan continuamente la trama de Lluvia
fina: que las historias no son nunca inocentes; y que el pasado es, casi
siempre, una reelaboración más o menos artificiosa e interesada de la memoria. Efectivamente,
despojadas de su naturaleza adánica, las palabras sustituyen sus dientes de
leche por los colmillos maliciosos que buscan su carnaza. Y respecto al pasado,
éste entronca con el concepto de la verdad, tan voluble y sospechoso, y con la
siempre importante en Landero noción de oralidad, cuya idealización en obras
anteriores, al calor de las consejas y de las maravillosas fábulas, se degrada
aquí ante la incertidumbre tendenciosa de las diferentes versiones que dan los
personajes de sus historias y que convierte un fenómeno literario hermoso –el
de la misma oralidad, con su vida en variantes, siempre enriquecedoras– en una
perversión de ese mismo acervo. Y así, la lluvia fina de las palabras es
aguacero inmisericorde que se vierte desde los nubarrones del corazón.
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