El silencio que a veces se cierne sobre los grandes
escritores no responde siempre a la desidia de los estudios literarios o al
desinterés institucional. En ocasiones, simplemente, es la mala suerte la que
extiende su agorero manto de olvido sobre quien, por derecho propio, debería
hallarse entre la pléyade de las grandes figuras de las letras universales. Ese
es el caso de Juan Gil-Albert, autor de quien este año se conmemoran los 25
años de su deceso y a quien, salvo los estudiosos que amorosamente se han
afanado en rescatar su semblanza literaria y biográfica, pocos lectores
conocen.
La mala suerte de Gil-Albert comienza por incorporarse
tarde al grupo del 27, única promoción de escritores a la que por aproximación
generacional pudiera adscribírsele. Pero el escritor alcoyano, que ya había
iniciado su carrera literaria en prosa lejos de los temas e intereses del 27,
comenzó a forjar su marbete de poeta-isla con el que a veces se le ha
etiquetado. Luego llegó la guerra civil, durante la que publicó varios libros,
entre los que destacan Misteriosa presencia (1936), de marcado contenido
homoerótico y cuyos sonetos probablemente influyeron de manera decisiva en los Sonetos
del amor oscuro de García Lorca; y Candente horror, del mismo año,
con su sesgo surrealista, tan a propósito para la barbarie de la contienda
cainita. El exilio en México alargó su silencio, sólo atenuado por las
colaboraciones en revistas como Taller, al socaire de Octavio Paz y, eso
sí, por la memorable publicación de Las ilusiones (1944) en Argentina, seguramente
su mejor libro de poemas. En 1947 vuelve a España para cuidar de su madre, lo
que acentuó su ostracismo: algunos intelectuales republicanos le reprochan su
abdicación y los del otro bando le recuerdan su pasado rojo, secretario como
fue en Valencia del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de
la Cultura celebrada en 1937. El régimen, por otro lado, le impone su mutismo
editorial, lo que no impide que Gil-Albert siga escribiendo, aunque sin publicar,
salvo algunas pequeñas ediciones de corto recorrido a veces costeadas por él
mismo. Es en 1972 cuando se produce el gran hito en la carrera literaria de
Gil-Albert al publicar en Ocnos una antología de toda su obra poética diseñada
por el propio autor, Fuentes de la constancia. El libro espolea el
reconocimiento del poeta, que cuenta ya con 68 años, y entonces se produce una
vorágine editorial que recupera su obra silenciada en los años del franquismo,
efervescencia que no siempre le ayudó, pues la publicación de hasta 10 títulos
en tan solo un año, como si a Gil-Albert le pudiera la ansiedad de ver
publicadas en vida todas sus obras, fue contraproducente en lo refereido a la recepción de
la crítica literaria o a las reseñas en prensa, a las que se les acomoda mejor el
análisis paulatino y sosegado de las obras con márgenes razonables de tiempo
entre las distintas publicaciones. Otra piedra en el camino.
Admirador de Valle-Inclán, Gabriel Miró, Azorín,
Proust y Gide, la prosa de Gil-Albert, muchas veces mejor ponderada por la
crítica que su poesía, es de un preciosismo estilístico de auténtica
orfebrería. Defensor del ocio productivo, vindicador de una suerte de hedonismo
espiritualizante, pero comprometido en su sensibilidad filantrópica con el
hombre sufriente, heredero de la cultura greco-latina, de la que se siente hijo
y habitante, y defensor de un europeísmo que aspira a lo universal,
trascendiendo el terruño, siempre querido, de su Alcoy natal (algo de lo que
debieran tomar nota quienes quieren arrogarse su figura con fines espurios de
carácter nacionalista), Gil-Albert es una figura aún por descubrir que tiene
que regalarnos todavía momentos literarios muy felices. El Congreso
Internacional celebrado estos días en Alicante y Alcoy, codirigido por José
Ferrándiz, José Carlos Rovira y Eva Valero, que ha reunido a lo más granado de
los estudiosos sobre el escritor alcoyano, debe constituirse en la espoleta
definitiva para una recuperación que es ya casi un imperativo moral.
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