En la Gramática de la Lengua Española de Emilio
Alarcos, en concreto en el apartado donde el insigne filólogo salmantino
clasifica los diferentes modos verbales, se dice lo siguiente respecto al modo
subjuntivo: es el de “los hechos ficticios, cuya eventual realidad se ignora o
cuya irrealidad se juzga evidente (hechos que se imaginan, se desean, se
sospechan, etc)”. El apunte filológico que inicia esta reseña literaria no es
baladí. No me he detenido en hacer el cómputo de las numerosas ocasiones en que
Gonzalo Hidalgo Bayal utiliza en su último libro, La escapada
(Tusquets), el futuro de subjuntivo, pero su profusión es lo suficientemente
llamativa como para no ignorar su uso deliberado, más aún cuando sabemos que
ese tiempo verbal está ya en desuso. Pero como la prosa inteligentísima del
novelista extremeño nunca es azarosa ni aséptica, habrá que convenir que detrás
del insistente anacronismo morfológico hay una intención más profunda: la de
constatar que, efectivamente, la vida en ciernes es siempre un futuro de
subjuntivo, una ficción, una irrealidad prendida muchas veces del deseo y de
las aspiraciones, pero ficción a la postre, en la que pocas veces se cumplen
las expectativas que el entusiasmo juvenil proyectado sobre el porvenir traza
ingenuamente sobre la línea temporal que imaginamos, sospechamos, deseamos.
Sobre la base de un argumento muy sencillo, el
reencuentro 40 años después de dos compañeros universitarios, el autor se
desdobla entre el confesante memorialista, el narrador y el personaje de la
novela, para contar ese encuentro casual que provoca toda una evocación del
pasado trufada de reflexiones vitales. Y así conocemos a Foneto, apodo
pergeñado en los tiempos de la facultad debido a las sutiles y prolijas
elucubraciones fonéticas del entonces estudiante, que nos hace partícipes,
Hidalgo mediante, de las vicisitudes de su vida tras abandonar la universidad.
Sabemos, por ejemplo, que ha acabado regentando la soledad de un quiosco y
algunos avatares amorosos, entre otros detalles. La trama, como digo, apoyada
en esa mínima estructura, se pierde maravillosamente por los vericuetos de la
reflexión de toda índole, algunas de naturaleza filológica que hará las
delicias de los que fuimos estudiantes de Filología, con sus guiños y
chascarrillos gremiales. No digo que la novela esté destinada solo a los
filólogos pero estos lo van a disfrutar, si no mejor, sí de otro modo.
Con Gonzalo Hidalgo Bayal me pasa algo que es, quizás,
el mejor elogio que puede decirse de un escritor: cuando leo sus novelas llega
un punto en que ya me da igual lo que me esté contando; lo que deseo es que no
pare de contarlo. Cada reflexión, cada ironía, cada puya, cada inquietud, cada
nostalgia y evocación son una delicia tras otra que respeta la inteligencia del
lector, que casi la adula, un filandón intelectual estimulante, profundo y
certero, en ocasiones también conmovedor, a pesar de ese estilo tan
característico del autor de Nemo, que por su naturaleza cincelada, de
pulcritud casi académica, pudiera pensarse en las antípodas de las concesiones
líricas.
La escapada
deja un poso de desolación estoica, de tiempo periclitado, tiempo fuera del
tiempo, que obra en el lector, al acabar el libro, el enhebro de la melancolía
y la aceptación serena de la vida que no será. Un epitafio para aquel futuro de
subjuntivo que está ya solo en el lenguaje arcaizante de los viejos romances
pero desterrado de este romancero de la modernidad donde solo ha lugar para el
modo indicativo de la decepcionante realidad, lejos de ya de los sueños que se
conjugaron, aquellos sí, en futuro de subjuntivo.
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