@Josep Aznar |
¿Qué es la vida? Una sión, una sombra, una ción, y el
yor bien es queño, que toda la vida es eño y los eños eños son. ¿No es verdad,
gel de mor, que en esta apar orilla más pu la lu brilla y se pira jor? Ser o no
ser esa es la tión.
No. No es que a este articulista le haya dado hoy por
mutilar las palabras ni hay ningún problema con las rotativas del periódico ni
sufre usted algún tipo de afasia, no se apure. Tampoco estoy reproduciendo
alguna suerte de versión dadaísta de Calderón, Zorrilla y Shakespeare. No. Es
la jodida tos del espectador de la fila de delante que profana inmisericorde el
punto álgido de los monólogos de Segismundo, de don Juan y de Hamlet. ¿Qué
digo? Es la jodida tos de ese espectador y del espectador del palco corrido y
del espectador del anfiteatro y hasta la jodida tos del apuntador y del técnico
de iluminación. Es la jodida tos universal. Es el concierto de fin de año de la
tos, con toda su polifonía tosuna: la tos aguardentosa, la tos expectorante, la
tos asmática, la tos espasmódica, las mil y una modalidades recogidas en el
vademécum de la tos inoportuna. Aparte de jorobarte el esperado momento de los
monólogos, uno siente, además, que todas aquellas toses van a inundar el patio
de butacas de virus pululantes que amenazarán con introducirse en tus fosas
nasales y entonces se deja de respirar, que es lo que habría que hacer
reverentemente cuando empiezan los monólogos, pero yo no, yo no dejo de
respirar por el arrobo de las palabras clásicas, yo dejo de respirar por si se
me meten los virus del espectador en la nariz y me llegan a los pulmones y me
generan una bronquitis aguda y ya no puedo asistir más a una obra de Calderón.
Hipocondríaco que es uno. Y así no se puede asistir a una pieza de teatro. Pero
entonces llega el horror. ¡El horror! ¡El horror! Estoy seguro de que, en su
agonía, Kurtz, el personaje de El corazón de las tinieblas, pronunciaba
esas palabras pensando en… pensando en las jodidos caramelos. Porque los
tosedores profesionales, boicoteadores consumados del teatro, tienen en sus
bolsillos todo un arsenal de caramelos de menta para solucionar el problema de
la tos. Cabrón, si sabes que estás con la tos no vengas. Si ya traes los
caramelos preparados porque sabes que nos vas a dar la noche. No vengas. Cédele
tu entrada a algún conocido sano o revéndela por ahí. No vengas. Pero vienes. Y
desenvuelves con infinita parsimonia el envoltorio del caramelito y ahora ya no
son solamente las toses, ahora son también los caramelos que se acoplan a las
toses en la orquesta de la madre que os parió a todos. Y cuando ya nada puede ser peor suena la
melodía de un móvil, que mira que avisan que hay que desconectarlos antes de la
función. Pues no. Siempre hay un abuelo que no sabe cómo ponerlo en silencio al
que le suena el móvil. ¡Y contesta el muy majadero! Y entonces los pocos que se
escandalizan por la ocurrencia del anciano, empiezan a reprobarle su actitud
chistando con la boca para pedirle silencio. Y ya estamos todos: las toses, los
caramelos, el imbécil del abuelo y los chistadores indignados. El puto mercado
de Bonavista. Y lo que no entiendo es cómo Segismundo no decide marcharse a la
cueva otra vez, ahí os quedáis cretinos; o cómo don Juan pasa del discursito
amoroso y se tira a doña Inés (es que no me dejan con el protocolo Inés, es que
no me dejan); o cómo Hamlet no coge la calavera y la arroja contra el patio de
butacas para descalabrar a tanto majadero. Y telón.
Luego están también los que se empeñan en grabar el concierto con su móvil y proyectan el haz de luz sin detenerse a pensar si molestarán al sufrido espectador de la butaca de al lado o si pueden llegar, incluso, a desconcentrar al cantante de turno.
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