Agustín Márquez podría ser uno de esos superhéroes de
los años 80 con visión de rayos X que es capaz de traspasar las fachadas de los
edificios y escudriñar tras las persianas las vidas y los corazones de sus
inquilinos. O quizás podría ser también un remedador del gran Ibáñez y dibujar
con su prosa los divertidos entresijos de una 13, Rue del Percebe sin
frontispicio cualquiera, aunque ésta se llame, con menos lustre, el bloque
número 22, ese que existe en todos los barrios de la periferia, porque el bloque
número 22 de una barriada es la alegoría de una arquitectura urbana universal
de geranios, barandas oxidadas y ropa tendida. Pero en la época de los
superhéroes y de los tebeos en la que Agustín Márquez ubica su novela, los
únicos héroes posibles son los humildes habitantes del extrarradio, “personas
que no cambiarán la historia, que no descubrirán la cura contra la guerra, que
el único cambio que provocarán en la humanidad será escribirla sin h, que se
automedicarán contra la miseria”. No, no hay superhéroes en el barrio de Chico
A, a no ser que la supervivencia, cuyos horizontes se limitan a las lindes del
descampado, sea también una forma de heroísmo sin capa ni superpoderes. Y no,
no hay risas de tebeo en el barrio de Chico C, salvo el humor de acíbar, apenas
una mueca amarga que aspira a sonrisa, que Agustín Márquez dosifica durante
toda la novela como un gotero en la cama de un mundo que agoniza, enfermo de
progreso.
La última vez que fue ayer (editorial Candaya) es la primera novela de Agustín
Márquez Díaz y se suma a esa suerte de evocación nostálgica de los años 80 que
prolifera entre los escritores que hoy rondan la cuarentena y que revindican,
trascendiendo la banalidad del revival ochentero y sus tópicos, el
recuerdo de una época en la que se forjaron, al amparo de la patria chica del
barrio de periferia, infancias, sueños, descubrimientos y pérdidas de la
inocencia. Márquez desmitifica la construcción idealizada de aquella década, la
década del sida y de las drogas, de los yonquis y camellos, pero también
reivindica su autenticidad sin paliativos. El resultado es una novela evocadora
pero displicente, sin concesiones a la ñoña condescendencia de la memoria; una
novela lírica, donde la poesía estriba en la ternura humana que transmiten
muchos de esos personajes abocados a la derrota pero tercos aún con el timón de
sus vidas a la deriva; una novela de asfalto, quioscos, egebés, solares,
descampados, revistas pornográficas, perros callejeros, cintas de VHS y
protoinformática. Una novela oreada con el olor humilde del alcanfor que
neutraliza el hedor de los hipócritas, de los advenedizos, de los nuevos ricos,
de las corruptelas del poder, de la muerte tapizando el alquitrán de las
carreteras. Alcanfor para no morir asfixiado en la pestilencia de las alcantarillas
del vivir. Una novela herida de barrio, porque el barrio acoge y es madre
nutricia pero el barrio, a la vez, hiere y te convierte en su simbionte,
también nosotros barrio en los suburbios de la identidad, barrio que anula los
nombres –Chico A, Chico C– para hacernos sangre anónima y suya. Nada más
importa “pero el barrio… Lo que importa es el barrio”, dice Agustín Márquez en
un pasaje del libro. Y así, su arañazo es blasón que exhibimos con orgullo de clase y revisitamos el barrio que
un día tal vez abandonamos, que el progreso ha desvirtuado ya, pero que guarda
su esencia en las aceras cuyo cemento mudo, pero cómplice, nos convoca a
volver, de nuevo, a la última vez que fue ayer.
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