En el pasquín de mano que se reparte en el Teatro de
la Comedia antes del inicio de La hija del aire, Mario Gas, su director,
dice lindezas como la que sigue: “lo que queríamos hacer era una pieza
escénica, no un acto de lectura que obligase a volver la página para
desentrañar un verso: algo que fuese inteligible para el espectador”. Ya antes
Benjamín Prado, a cuyo cargo ha quedado la versión de la obra, nos advertía que
había cambiado 9 de cada 10 palabras del texto original.
Vayamos por partes. La afirmación de Mario Gas incurre
en dos graves errores. El primero es dar por sentado que el público que acude a
ver una obra de Calderón es tonto o que, al menos, no reúne la suficiente
capacidad para entender el texto. Dicho de otro modo, la supuesta condescendencia
que Mario Gas esgrime para hacernos más cómoda la obra deviene, sin él quererlo,
en un puro insulto a la inteligencia del espectador, como si a los que acudimos
a una representación del siglo XVII nos tuvieran que adaptar los clásicos al
igual que se le hace a cualquier estudiante de la ESO. El segundo error estriba
en que es precisamente la Compañía Nacional de Teatro Clásico la que se erige
en depositaria de la preservación de los textos áureos. Cuando se acude al
estreno de sus obras se hace con la esperanza de hallar en la Compañía el
último bastión que resista a los embates de las adaptaciones, de las versiones
modernas o de las experimentaciones. El público de la CNTC desea el texto
original porque no halla en la restante oferta dramática nada que salvaguarde
el purismo de las obras. Las adaptaciones son legítimas pero lo son en otra
compañía, no en la CNTC, porque si ésta también se sube al carro de las
adaptaciones ¿qué nos queda ya de la obra primigenia salvo los sucedáneos?
Respecto a las palabras de Benjamín Prado, si no fuera
porque, por lo poco que sé de él, se mueve siempre en el terreno de una grata
moderación, pareciera que eso de cambiar 9 de cada 10 palabras de la obra
rayara en la jactancia, porque no me dirán ustedes que enmendarle la plana a
Calderón no tiene su punto de osada vanidad. Pero concedámosle el beneficio de
la duda porque, a la postre, Benjamín Prado obedecía solo al encargo que se le había
encomendado. Eso sí, el riesgo de tanto cambio es que hay que estar más atento
a la unidad del texto. Digo esto porque existen parlamentos que remiten a
pasajes de la obra que debían haber aparecido con anterioridad y que,
directamente, estos no existen porque Prado los ha eliminado, subvirtiendo la
comprensión del texto, justamente lo que se pretendía evitar con la adaptación.
Esos errores en los correferentes textuales son imperdonables. También existen
errores de contenido, como aquel en el que se dice que la madre de Semíramis
fue servidora de Venus en lugar de serlo, como reza el original, de Diana, lo
que es un total contrasentido para la comprensión del argumento. Y no es
entendible tampoco, la eliminación del personaje de Chato.
Y
ya ven lo que ocurre. Que con tanta adulteración, ya casi no queda espacio para
hablar de la obra. Las más de 500 palabras que llevo escritas hasta aquí
podrían haberse usado mejor para analizar el montaje y ahora estaríamos
hablando de teatro y no de otras cosas. Es lo que hay. Y lo que hay es lo de
siempre, que el elenco de la CNTC es tan maravilloso que sutura los errores de
su director y de su adaptador. Marta Poveda está, como siempre, sublime, aunque
el timbre de su voz no alcance a recrear con contundencia a la Semíramis
tiránica de la segunda parte de la obra. Preciosismo formal en la puesta en
escena, con el decorado proyectando relieves del arte babilónico, aunque mal
asunto cuando se necesita tanta performance digital para suplir otras
cosas. La CNTC nunca defrauda, claro, pero quisiéramos que la hija de Calderón
fuera eso, su hija, y no la hijastra de otros. Porque siendo hija de Calderón,
lo será también del aire que alienta la eternidad. Y lo demás es humo.
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