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La fotografía que acompaña a este artículo es una
captura de pantalla de la web del CEFIRE (Centro de Formación, Innovación y
Recursos Educativos), dependiente de la Consejería de Educación de la Comunidad
Valenciana, el equivalente, por ejemplo, a lo que sería el CRP (Centro de
Recursos Pedagógicos) en Cataluña. En su oferta de cursos para la formación
permanente del profesorado llama la atención uno de los talleres, cuyo título
reza literalmente: “Profesorado desesperado ante adolescentes disruptivos: estrategias
de actuación”. Al principio pensé que se trataba de una broma pero no: el
adjetivo “desesperado” aparece, efectivamente, en la página oficial. No me
digan que no parece un chiste. Ya ni siquiera se redactan los títulos de los
cursillos con aquella asepsia que da el lenguaje técnico especializado de la
Pedagogía y que, al menos, dignificaba a la profesión y transmitía algo de
seriedad. Ahora metemos directamente el adjetivo “desesperado” con ese
victimismo tan propio del gremio, como si en lugar de abordar el asunto con el
rigor profesional que se espera de nosotros, acudiéramos al taller como quien
acude a la consulta del psicólogo o a una de esas terapias de grupo: “hola, me
llamo Fulanito y confieso que soy un profesor desesperado ante los alumnos
disruptivos”. No me quiero imaginar si la oferta de ese taller, tal cual está
redactado, llegara al conocimiento de esos adolescentes díscolos, si estos
supieran que tienen tal poder sobre sus profesores que hasta existen cursos que
hablan en sus títulos de “desesperación”. Cómo se crecerían esos estudiantes
ante tamaña demostración de debilidad por nuestra parte.
Pero es signo de los tiempos. En los 16 años que llevo
ejerciendo, casi nunca me he topado entre la oferta de cursos para la formación
del profesor, uno solo que incidiera en los conocimientos de la asignatura que
imparto. Si quería crecer como profesor de Literatura y profundizar en la
materia, más allá de la formación recibida en la carrera, debía hacerlo de
forma autodidacta (de lo que –ojo– no me quejo y que he abordado con el
entusiasmo de quien ama la disciplina que enseña) o pagar por los seminarios que ofrece la
universidad. Porque si acude uno a la oferta de las consejerías de educación,
toda ella está llena de mandangas psicopedagógicas de orientadores y demás
ralea de la rémora educativa.
Miren, yo me metí en esto para enseñar Literatura, no
para enseñar modales al personal ni tratar con protodelincuentes. Para eso, las
Consejerías educativas y sus inspectores (esos desertores de las aulas que
salieron por patas a tiempo y que no tienen ni repajolera idea de lo que se
cuece en las trincheras pero que luego quieren aleccionarte con gilipolleces
como la gamificación) deberían llenar las plantillas de los institutos con
trabajadores sociales (la mayoría de los cuales están en el paro) que sí saben
tratar, porque esa es su especialidad, a estos alumnos a los que se las trae al
pairo Garcilaso porque tienen al padre en la cárcel o en su casa se trafica con
drogas. Así que el cursito de marras que lo hagan los padres del chaval, que
para eso es hijo suyo, no mío.
Porque sí, yo soy también un profesor desesperado.
Desesperado porque la educación ya es de todo menos instrucción. Desesperado
porque los infames planes de estudio no me permiten más que pasar de soslayo
por la Generación del 27 (y gracias); desesperado porque no puedo leer con mis
alumnos las lecturas prescriptivas en clase y orientarles y darles las claves
de su interpretación porque necesitaríamos una hora más para que eso fuera posible;
desesperado porque la administración se gaste una pasta solo en los alumnos que
no quieren estudiar y arrincone a los que sí tienen inquietudes. Así que si me
dejan, señores inspectores de americana y corbata, yo quiero enseñar
Literatura. Desesperadamente.
Completamente de acuerdo. Lo suscribo de la mayúscula al punto final.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo, estamos dedicados a miles de grupos para “alumnos con algo” y olvidando a aquellos alumnos que quieren aprender.Parece que ser normal es un castigo.
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