Escucho en la radio con inquietud posapocalíptica que
la nueva tecnología 5G se va a erigir como el «internet de las cosas», es
decir, que los objetos electrónicos podrán «hablar» entre sí al conectarse a
internet. Sin entrar en cuestiones técnicas, no me digan que eso de que los
procesos robotizados mantengan conversaciones propias de manera autónoma no les
causa, al menos, un escalofrío made in Isaac Asimov. El otro día leí en
un periódico que se había producido un accidente de tráfico en Las Vegas donde un
coche autónomo había atropellado a un robot que estaba perdido en la carretera.
La empresa propietaria del robot ha denunciado a la empresa de coches por
homicidio imprudente, que digo yo que será por «roboticidio». Lo de
«imprudente» ya no lo sé, porque ignoro si la conciencia de la prudencia o de
la alevosía están ya injertadas en el ghost in the shell de las
máquinas.
A todo esto, ¿dónde están los humanos? Porque aquí las
máquinas hablan entre sí y hasta tienen accidentes de tráfico. Nosotros todavía
nos matamos con el coche pero lo que es hablar…Los más añosos recuerdan cómo en
las antiguos compartimentos de los trenes, los viajeros entablaban largas
conversaciones con desconocidos que amenizaban los largos trayectos
ferroviarios. Hoy los vagones de tren son una siniestra ringlera de zombis
conectados a sus teléfonos móviles. Los muertos vivientes se ven en todas
partes: en las salas de espera del médico, bajo las marquesinas de las paradas
de autobuses, en los aeropuertos, caminando cabizbajos por la calle, cazando
bichos virtuales, en los conciertos, en una reunión de amigos en una cafetería…
La palabra ha sido desterrada por el rey tirano del lenguaje binario
computacional. Los unos y los ceros son una perfecta metáfora de nuestra
sumisión a la tecnología: el uno, la soledad; y el cero, la anulación de lo que
somos.
Las viejas consejas de las abuelas junto al crepitar
del fuego, los romances, las reuniones familiares en torno a la radio, el ágora
de los oradores en las plazas públicas, la tertulia literaria, la conversación
cómplice hasta la madrugada, todos los contextos donde la palabra oral ofrecía
su ensalmo están en peligro de extinción, sustituidos por la alienación del
hombre asido al morral de su móvil. Y claro, cuando no hay más remedio que hablar,
porque nuestra vida cotidiana todavía exige que hagamos el esfuerzo de
articular palabras, la cosa se reduce, cada vez más, al mero unga bunga.
Véanse, si no, los últimos resultados PISA sobre la comprensión y la expresión
oral. Nuestros jóvenes ya solo saben decir «en plan» cada tres palabras que
pronuncian, y los supuestos profesionales de la comunicación, salvo felices
excepciones, cometen errores de bulto o empobrecen el idioma o, directamente,
como nuestros políticos, lo humillan más abajo de aquel nivel ínfimo del que
hablara el Marqués de Santillana en su famoso Proemio.
Así las cosas, estoy pensando seriamente en abandonar
mi condición humana y convertirme yo también en un robot, de esos que hablan
entre sí y tienes accidentes de tráfico, y fundar junto a ellos una Arcadia de
androides donde la palabra hablada sea bandera, donde poder conversar con
alguien no sea un privilegio. Es eso o insertarnos todos, no sé si en el
cerebro o en el corazón, uno de esos
chips prodigiosos que llaman 5G que permiten a un robot hacer –triste
paradoja–, lo que nuestro hombre digital ha perdido por el camino de un mal
entendido progreso.