La noticia de la cesión del archivo y biblioteca
personales del escritor Rafael Azuar (1921-2002) al fondo bibliográfico del IAC
Juan Gil-Albert de Alicante por voluntad de sus seis hijos ha vuelto a colocar
el nombre del excelente autor ilicitano en la palestra literaria y, de rebote,
nos sirve a nosotros también para vincular su figura con nuestra provincia,
pues algunos de los avatares biográficos y literarios de Azuar lo emparentan,
como veremos, con tierras tarraconenses.
A Rafael Azuar se le conoce, sobre todo, por tres
obras: Modorra, ganadora del prestigioso Premio Café Gijón en 1967 y
merecedora de las alabanzas de Josep Pla, entre otros; Teresa Ferrer
(1954), cofinalista con Ignacio Aldecoa del premio que otorgaba el popular
sello editorial La Novela del Sábado; y Los zarzales, galardonada con un
tercer premio por la revista Ateneo de Madrid. De esta última novela cuenta
José Ferrándiz Lozano, director cultural del IAC Juan Gil-Albert, que Azuar
mandó el libro al Premio Planeta en 1958, y comoquiera que el escritor se
enteró por la prensa que había quedado entre los finalistas, sintió la
necesidad de comunicarle al editor José Manuel Lara que parte de la obra había
sido distinguida en el premio de marras. La confesión solo sirvió para que
Planeta retirara la obra seleccionada pero también para demostrar la honestidad
intelectual de Azuar. En la solapilla bio-bibliográfica que la valenciana
editorial Aitana incluyó en la posterior publicación de Los zarzales un
año despues, se mantiene, sin embargo, su condición de finalista del Planeta,
“obteniendo la calificación máxima de estilo”, uno de los criterios que debía de usar el jurado del cotizado galardón cuando el Premio Planeta era un premio
literario.
Dos de las obras mencionadas, Teresa Ferrer y Los
zarzales surgieron de la estancia de Azuar en La Vilella Alta, el municipio
de la comarca del Priorat donde el escritor ejerció como maestro. A La Vilella
Alta, Azuar la llama en sus novelas con el nombre de Veneitxa, y algunos de los
detalles descriptivos permiten identificar el entorno geográfico de los
espacios de la narración. Por ejemplo, y por nombrar solo uno de esos indicios,
en Teresa Ferrer, Teresa y su amante se ven a escondidas entre las
ruinas de una vieja licorería, probablemente la extinta fábrica de aguardiente,
las llamadas “ollas” que desde finales
del siglo XVIII habían ido instalándose en diferentes municipios del Priorat.
Los pormenores orográficos y florales de la zona contribuyen también a identificar
Veneitxa como La Vilella Alta, por no hablar de cuando se nombra explícitamente
la capital de Tarragona en algunos de los desplazamientos de los personajes. En
ambos libros hay una profundidad psicológica de altos vuelos y a mí me ha
llamado especialmente la atención la construcción casi alegórica de los
personajes masculinos, como si fueran meros símbolos primitivos de una
virilidad exacerbada y enigmática, a la manera lorquiana.
La relación de Azuar con Tarragona no termina, sin
embargo, ahí. Su libro Poemas (1950), anterior a su oficio de novelista,
se editó en la ciudad imperial con el mítico sello tarraconense Torres i
Virgili, fundado por Josep Pau Virgili Sanromà, más conocido como “el iaio
Virgili”, que ostenta su estatua sedente de eterno observador en su banco de
piedra de la Rambla de Tarragona.
Ya nadie escribe como Rafael Azuar. Su preciosismo
formal y su lirismo quintaesenciado, especialmente en sus descripciones
rurales, engalanan los ojos del lector que, lacerado por el prosaísmo y la
fealdad circundantes, agradece ingresar en ese extrañamiento del lenguaje
artístico que debiera ser siempre el único idioma de la literatura
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