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lunes, 9 de septiembre de 2019

457. Veneitxa está en Tarragona



La noticia de la cesión del archivo y biblioteca personales del escritor Rafael Azuar (1921-2002) al fondo bibliográfico del IAC Juan Gil-Albert de Alicante por voluntad de sus seis hijos ha vuelto a colocar el nombre del excelente autor ilicitano en la palestra literaria y, de rebote, nos sirve a nosotros también para vincular su figura con nuestra provincia, pues algunos de los avatares biográficos y literarios de Azuar lo emparentan, como veremos, con tierras tarraconenses.
A Rafael Azuar se le conoce, sobre todo, por tres obras: Modorra, ganadora del prestigioso Premio Café Gijón en 1967 y merecedora de las alabanzas de Josep Pla, entre otros; Teresa Ferrer (1954), cofinalista con Ignacio Aldecoa del premio que otorgaba el popular sello editorial La Novela del Sábado; y Los zarzales, galardonada con un tercer premio por la revista Ateneo de Madrid. De esta última novela cuenta José Ferrándiz Lozano, director cultural del IAC Juan Gil-Albert, que Azuar mandó el libro al Premio Planeta en 1958, y comoquiera que el escritor se enteró por la prensa que había quedado entre los finalistas, sintió la necesidad de comunicarle al editor José Manuel Lara que parte de la obra había sido distinguida en el premio de marras. La confesión solo sirvió para que Planeta retirara la obra seleccionada pero también para demostrar la honestidad intelectual de Azuar. En la solapilla bio-bibliográfica que la valenciana editorial Aitana incluyó en la posterior publicación de Los zarzales un año despues, se mantiene, sin embargo, su condición de finalista del Planeta, “obteniendo la calificación máxima de estilo”, uno de los criterios que debía de usar el jurado del cotizado galardón cuando el Premio Planeta era un premio literario.
Dos de las obras mencionadas, Teresa Ferrer y Los zarzales surgieron de la estancia de Azuar en La Vilella Alta, el municipio de la comarca del Priorat donde el escritor ejerció como maestro. A La Vilella Alta, Azuar la llama en sus novelas con el nombre de Veneitxa, y algunos de los detalles descriptivos permiten identificar el entorno geográfico de los espacios de la narración. Por ejemplo, y por nombrar solo uno de esos indicios, en Teresa Ferrer, Teresa y su amante se ven a escondidas entre las ruinas de una vieja licorería, probablemente la extinta fábrica de aguardiente, las llamadas “ollas”  que desde finales del siglo XVIII habían ido instalándose en diferentes municipios del Priorat. Los pormenores orográficos y florales de la zona contribuyen también a identificar Veneitxa como La Vilella Alta, por no hablar de cuando se nombra explícitamente la capital de Tarragona en algunos de los desplazamientos de los personajes. En ambos libros hay una profundidad psicológica de altos vuelos y a mí me ha llamado especialmente la atención la construcción casi alegórica de los personajes masculinos, como si fueran meros símbolos primitivos de una virilidad exacerbada y enigmática, a la manera lorquiana.
La relación de Azuar con Tarragona no termina, sin embargo, ahí. Su libro Poemas (1950), anterior a su oficio de novelista, se editó en la ciudad imperial con el mítico sello tarraconense Torres i Virgili, fundado por Josep Pau Virgili Sanromà, más conocido como “el iaio Virgili”, que ostenta su estatua sedente de eterno observador en su banco de piedra de la Rambla de Tarragona.
Ya nadie escribe como Rafael Azuar. Su preciosismo formal y su lirismo quintaesenciado, especialmente en sus descripciones rurales, engalanan los ojos del lector que, lacerado por el prosaísmo y la fealdad circundantes, agradece ingresar en ese extrañamiento del lenguaje artístico que debiera ser siempre el único idioma de la literatura

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