Estos últimos días los he pasado corrigiendo pruebas
de imprenta a la caza de erratas y gazapos. En la última revisión, antes de dar
por definitivo el texto de la novela, asistí con auténtico terror al hallazgo
nada menos que de ¡73 errores! El dato no me habría asustado tanto si no fuera
porque era la tercera o cuarta vez que revisaba el libro y porque no solo lo
había examinado yo, sino varias personas más. ¿Cómo era posible que tal número
de erratas hubiera escapado a la atenta y meticulosa vigilancia de tantos ojos
y en tantas ocasiones? La conclusión probable es que es imposible acabar con
ellas. Yo creo que se reproducen espontáneamente cuando nadie las ve.
Derrotado, doy por sentado que alguna aparecerá indefectiblemente el día de la
publicación de la novela y que su hallazgo, ya irremediable, me punzará como un
dolor de muelas. No en vano, Pablo Neruda llamaba a las erratas las “caries de
los renglones”.
Me tranquiliza algo comprobar que no me hallo solo
ante la pandemia. Pérez-Reverte confesó que en El tango de la Guardia Vieja,
ambientada en 1928, había hecho leer a su personaje una novela de Somerset (El
filo de la navaja) publicada en 1944. En las siguientes ediciones se
corrigió el anacronismo cambiando el libro del escritor británico por otro suyo,
El velo pintado. Pablo Neruda, en sus memorias Para nacer he nacido, cuenta
que Manuel Altolaguirre “procreaba erratas y erratones” y destaca la de aquel
poema de un poeta cubano que había escrito en un verso: “Yo siento un fuego
atroz que me devora”. El impresor malagueño, sin embargo, había colocado su
erratón: “Yo siento un fuego atrás que me devora”. Altolaguirre y el
poeta cubano tomaron una lancha y sepultaron los ejemplares en la bahía de La
Habana. Luego Alberti, no sé si en su afán de exagerar el anecdotario de su
generación, dijo que el tal poeta cubano era homosexual. El mismo Neruda se
lamentaba de que en su Crepusculario apareciera en sucesivas ediciones
el verso “besos, leche y pan”, cuando él había escrito “besos, lecho y pan”, y
cuando leía las traducciones de su libro al inglés y leía aquel “milk”
irreverente le costaba algunas lágrimas. Luego el poeta chileno debió de resignarse al fatum de la errata porque en su Tentativa del hombre
infinito las dejó deliberadamente como fuente espontánea que
ayudaba a su creación. En Arroz y tartana, su autor Blasco Ibáñez
descubrió que su personaje, doña Manuela, se había levantado “con el coño fruncido”,
en lugar de con el ceño. En la primera edición de Mr. Witt en el cantón, de Ramón J.
Sender, se había añadido una “h” a “God save the Queen” –Dios salve a la Reina–
de modo que apareció “God shave the Queen”, es decir, “Dios afeite a la Reina”.
Baroja contaba que en la enciclopedia de Espasa su novela La feria de los
discretos, siempre aparecía como La feria de los desiertos; a Dumas
le titularon su libro La dama de los camellos. A alguno, como Jaime
Capmany, director del periódico Arriba, la errata casi le cuesta un
disgusto: uno de sus redactores debía escribir que “el Caudillo era el Jefe
indiscutido e indiscutible del Movimiento” pero se publicó “…Jefe indiscutido e
indiscutible del Inconveniente”. Franco aceptó la errata pero instó a Capmany a
tener más cuidado por si el “inconveniente” acababa siendo él mismo.
Se dice que la más antigua fe de erratas está en un
libro de Juvenal impreso en Valencia en 1478 y que ocupa dos páginas. Yo, por
si acaso, voy a ir terminando ya no vaya a ser que aún haya ocasión de que se
me escope escote escupa escape alguna.
Je, je qué bueno!!
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