Es
solamente una opinión pero no creo que Señora
de rojo sobre fondo gris sea, ni de lejos, la mejor novela de Miguel
Delibes. Para ser honestos, creo que la publicación del libro respondió en su
día menos a su interés literario que al hecho de ser una obra de Miguel Delibes
cuando el escritor vallisoletano ya era, desde hacía tiempo, Miguel Delibes.
El
libro se reduce a un mero anecdotario conyugal y a la experiencia dolorosa de
la enfermedad, deterioro y muerte de su mujer, Ángeles de Castro, en ocasiones
cargando demasiado las tintas en el detalle y el patetismo. Como ejercicio para
exorcizar el dolor o como homenaje a su esposa la novela es, por supuesto,
absolutamente legítima pero es precisamente esa circunscripción al espacio
íntimo de su tragedia personal lo que menoscaba su interés literario. Las
vivencias que narra Delibes en el libro no dejan de ser las mismas vivencias
que podría experimentar cualquier persona que ha sufrido la muerte de un ser
querido, y el inventario de esos sucesos concretos reducen a la esfera de lo
privado lo que, por su propia naturaleza, albergaba la potencialidad de lo
universal. No hay una reflexión profunda sobre la pérdida, el vacío, la soledad
o la muerte que pudiera trascender el mero dato biográfico y alcanzar cierta
altura filosófica y estética; hallar, en definitiva la sustancia por encima del
accidente particular, si se me permite el remedo aristotélico. Si acaso, es
salvable la configuración del personaje de Nicolás, trasunto del propio
Delibes, su vulnerabilidad y tierno desamparo ante la muerte del pilar de su
vida y el sentimiento de culpa al preguntarse si su dolor respondía
verdaderamente a la dolencia de su mujer o a la falta de creatividad que él
atribuye a esa misma enfermedad de su esposa, como una causa y su efecto.
Precisamente
por eso, porque el texto de la novela no es el mejor de los textos, tiene
todavía más mérito la excelente interpretación que José Sacristán realiza del
narrador de la obra en el espectáculo que versiona el libro de Delibes y que
actualmente está de gira por los teatros de nuestro país. El impecable acomodo
de la voz a las fluctuaciones emocionales de la narración (desvalimiento,
soledad, ira, evocación nostálgica, anécdotas humorísticas) permite al
espectador transitar por todo el espectro de la profundidad humana ante el
trance de la muerte. Hay en la actuación de Sacristán una consideración casi
devocional por el recuerdo de Ángeles de Castro y de Miguel Delibes en la
asunción del dolor, tan vivo, palpable, real, en cada uno de sus movimientos,
gestos y expresiones, pero también un respeto reverencial por las palabras del
escritor, que más allá de consideraciones estrictamente literarias son el
legado de un hombre enamorado y abatido. Quizás por eso, cuando las toses y los
móviles profanaban lamentablemente el monumento de la palabra, el actor demostró
sus tablas con paciencia admirable interrumpiendo el hilo de su discurso o
repitiendo algunas frases improvisando la discontinuidad del recuerdo y de la
evocación como estrategia interpretativa. Convenía no manchar las palabras de
Delibes para no privárselas al público por el incivismo de unos cuantos pero,
sobre todo, para no privárselas a Delibes mismo.
En
la novela, Delibes recuerda la frase dedicada a su mujer que le dijo Julián
Marías el día de su recepción en la RAE : «con su sola presencia aligeraba la
pesadumbre de vivir». Si a Delibes le pareció que aquella frase reflejaba
exactamente lo que había sido su esposa, otro tanto podemos decir nosotros
sobre interpretaciones como las de José Sacristán y sobre el arte en general.
Sí: el teatro y la cultura aligeran también la pesadumbre de vivir.
A mis alumnos de
Literatura del IES Jorge Juan, que leyeron la novela de Delibes, acudieron al
teatro y no tosieron porque conocen la unción sagrada de la palabra
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