El
paso del tiempo y el paulatino desdén por las fuentes literarias originales
probablemente hayan desvirtuado la novela que escribiera Louisa May Alcott en
1868. El edulcorante de las adaptaciones cinematográficas algo ha influido en
ese desenfoque pero también otros factores asociados a las connotaciones
afectivas y psicológicas. Para varias generaciones, Mujercitas ha constituido el albor de las primeras lecturas,
aquellas a las que, por lo mismo, se las va ungiendo de una pátina sentimental con
la que la memoria barniza, dulcificándolos, los recuerdos. Algunos de esos
lectores precoces, además, tomaron la novela como acicate inspirador para su
vocación como escritores, especialmente las mujeres, que vieron en la tenacidad
de Jo, el modelo que debía romper con todos los prejuicios limitadores
establecidos no solo sobre su sexo sino sobre las legítimas ambiciones de las
clases más desfavorecidas. Todo ello, claro, imprime un sello idealizador que
en no pocas ocasiones adultera el texto primitivo. Hasta el mismo título, Mujercitas, con su diminutivo cariñoso
–así llamaba el padre de las cuatro hermanas a sus hijas– parece querer
contribuir a la infantilización de la novela.
Por
eso resulta tan reconfortante la última revisión que sobre el clásico de la
autora estadounidense ha realizado Greta Gerwig para las salas de cine. Gerwig,
que ya había sorprendido en su debut como directora con Lady Bird (2017), carga las tintas más sobre los temas que jalonan
el libro que en los acontecimientos narrativos más o menos conocidos por todos
los que se han familiarizado alguna vez con la novela de Alcott. Así, la cinta
nos conduce por los aspectos menos amables del drama de las cuatro hermanas sin
renunciar por ello a los motivos más reconocibles por el imaginario colectivo,
como la inocencia vinculada a la infancia o la compasión que ejercen sus
protagonistas. El resultado es un montaje indentificable pero firme en la denuncia
de sus mensajes más o menos olvidados por los filtros nostálgicos sin perder
nunca su remozado clasicismo. Si acaso, en algunas de las secuencias en las que
de forma especular se ensartan los flashbacks
con el presente, Gerwig ha podido caer en puntuales errores de verosimilitud
que, por otro lado, no son lo suficientemente graves como para menoscabar su
apuesta estructural.
Especialmente
relevante, como no podía ser de otra manera, es el personaje de Jo, la
«mujercita» escritora. Su vehemencia en su vocación va más allá de la mera
pasión. El dinero que gana con los relatos que publica en los periódicos le
permite sustentar a su familia pero además percibe en la literatura propiedades
taumatúrgicas que atribuye a la primera curación de Beth. Cuando esta recae y
muere, Jo pierde la fe en la literatura, que no soluciona los problemas
radicales de la vida, y su derrota está a punto de convertirla en otra mujer
adocenada que pulirá el resto de sus virtudes femeninas para el ornato social,
como han hecho, claudicando de sus sueños, sus otras hermanas. Sin embargo,
pronto conoce su equivocación y Beth resucitará entre las páginas de su nuevo
proyecto literario (bellísimo, por cierto, el juego metaliterario del que hace
gala la película). Finalmente, literatura y vida se imbricarán para que ninguna
tenga que renunciar necesariamente a la otra.
El
final de la película es para enmarcar. Toda la sucesión de secuencias en las
que la novela, ya en la imprenta, va a adquiriendo su fisonomía de libro mientras la autora asiste al proceso del
milagro, y la imagen en que, una vez el libro en el regazo de Jo, éste se funde
con la estampa del recuerdo de sus hermanas que ya se han hecho inmortales
entre esas páginas que ella sujeta junto a su corazón, es de una belleza que
alcanza grandes cotas de emoción. Es así como Jo hubo salvado de nuevo a Beth y
al resto de sus hermanas. Y a sí misma.
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