Los escritores escriben.
Menuda perogrullada con la que nos sale hoy el columnista de provincias. Y sin
embargo, de vez en cuando conviene recordarlo. Sí, los escritores escriben.
Y es que desde que la
literatura se ha convertido en un negocio más (negocio, sobre todo, para
distribuidoras, algunas editoriales y librerías; casi nunca para el escritor),
los escritores han dejado de escribir para participar de todo el proceso
mercantilista que exige la explotación del libro. Algunos deben hacerlo,
incluso, por imperativo de los propios contratos editoriales, que incluyen en
sus cláusulas el compromiso de participar, por diferentes vías, en la promoción
de la obra. No es nada nuevo. Y tampoco resulta descabellado: la industria debe
sobrevivir y también a muchos autores les interesa darse visibilidad. Pero con
la incorporación a las estrategias de mercadotecnia de las redes sociales, el
escritor ya no hace otra cosa. Como la competencia es, además, feroz (ferocidad
en la cantidad, que no en la calidad), el escritor debe invertir su precioso
tiempo en reivindicar su pequeña parcela de existencia. Como esos carteles de
empresas publicitarias que encontramos a veces en los arcenes de las carreteras
y que rezan: «¿Lo has visto? Entonces funciona» o «Si no te ven, no existes».
Así las cosas, no importa si el libro es bueno o no. Lo importante es que se
vea. Y así, el sufrido escritor no sabe que, después de dedicar unos años a su
novela, tendrá que alargar en una coda espuria, el tiempo que debería estar
invirtiendo en escribir otra novela. Hay que cuidar el blog, el Facebook, el
Instagram, el Twitter, mantenerlos al día, dar cuenta de cualquier anécdota
relacionada con el libro, renovar su contenido casi a diario –dos días sin
aparecer y ya no existes– y tantas otras esclavitudes. Si, además, no se
dispone del amparo de una editorial comprometida, el escritor no solamente
ejercerá de publicista sino también de relaciones públicas: contactará con la
prensa para conseguir un rinconcito en la página del periódico; enviará notas
de prensa redactadas por él mismo; cuadrará calendarios con librerías o
instituciones culturales para las presentaciones; se trabajará el cartel con
que anunciará el evento; distribuirá su libro entre los críticos con la
esperanza de que alguno le dedique una reseña; se recorrerá España y buscará
hoteles a buen precio que compensen algo sus seguras pérdidas económicas,
etcétera. Representante, secretario, diseñador gráfico, distribuidor,
economista, chófer… De todo menos escritor. Añadámosle ahora las obligaciones
del oficio habitual que le da el sustento y los deberes domésticos, y ya no
tenemos escritor. Hablo claro, del escritor medio. Los gigantes tienen todo eso
solucionado. Y, sin embargo, muchos de ellos se quejan también de ese ínterin
nefasto que existe entre libro y libro donde no se halla momento propicio para
recuperar el resuello que da la escritura, a la postre, lo único que los
escritores saben y quieren hacer. Claro que, siempre existirá el escritor
romántico que huirá de tales servidumbres y reclamará el ejercicio de la
escritura per se, sin publicidad ni
lectores. ¿Sin editorial? Si ese es el caso de algún prócer, piense que su
quimera tiene menos mérito que el que se trabaja las promociones: pierde mucho
menos dinero. Porque quien se dedica a esto no lo hace para volverse rico, sino
para cumplir un sueño. También hay, claro, quien lo cumple a costa del
sufrimiento de los lectores pero esa es otra cuestión.
Concluyamos, pues: el
espacio del escritor es su escritorio. Mal asunto si algún escritor se siente más
cómodo ante los focos que ante su mesa de trabajo. El escritor es siempre un
tímido. Por ahí, es un pulpo en una cacharrería. Ante el papel, un audaz,
valiente y aguerrido. Démosle entonces solamente papel y pluma. Porque el
escritor escribe.
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