Mantengo
una relación de amor-odio con las efemérides, sobre todo cuando homenajean a
alguno de los escritores a los que amo. Por un lado, lo rescatan del olvido,
reivindican su figura, actualizan los estudios críticos y, aún más importante,
predisponen a los lectores a releer sus libros o a leerlos por primera vez. Sin
embargo, y esto responde casi más a un fetichismo maniático y patológico que a
otra cosa, me desagrada ver a «mis» escritores manoseados por todo el mundo,
casi prostituidos por los órganos gubernamentales, exhibidos en cartelerías
publicitarias, aprovechados por el oportunismo de articulistas de medio pelo a
quienes les salva la plana de hoy el escritor que apenas conocen, citados en los
atriles parlamentarios por algún político semianalfabeto, utilizados por la
productora equis de turno para sacar rédito económico a través de una serie
televisiva, explotado por los editores y biógrafos que aguardan
estratégicamente, alevosamente, sibilinamente, la fecha conmemorativa… En fin,
para qué seguir.
Pero,
repito, esta inquina mía por los aniversarios se debe a una sensación ficticia
de expropiación de mis escritores, como si mis escritores fueran solamente míos
y no pudiera soportar verlos andar de mano en mano y de boca en boca. Es lo
mismo que ocurre con las muertes de los cantantes: al instante, las redes
sociales se llenan de comentarios luctuosos, de vídeos y fotografías, de manera
que el artista del que nadie ha hablado en años resulta que ahora es ídolo de
todo el mundo. Es signo de los tiempos: hay que fingir que uno encaja en la
rabiosa actualidad para no morir de proscrito. Por eso, cuando se me murió
France Gall y la cosa apenas tuvo resonancia mediática, pude vivir mi luto y mi
llanto en la privada intimidad de mi tristeza sin tener que compartirla con los
que se apuntan de forma espuria a la quincalla de sus hipócritas elegías.
Este
año se celebra el centenario de la muerte de mi queridísimo Galdós. Así que,
tras lo hasta aquí dicho, ya se imaginarán ustedes el debate interno que me
generan todos los actos programáticos que alrededor de su recuerdo se están
llevando a cabo. A los que acostumbramos a leer a Galdós varias veces al año
desde hace mucho tiempo, leales más allá de homenajes y efemérides, nos ofende
la irrupción de determinados advenedizos que llegan ahora para descubrirnos
quién fue don Benito. Alejados de los fastos, tratamos de seleccionar muy bien
a quién debemos escuchar y a quién no cuando alguien habla del escritor canario
(los galdosianos auténticos nos reconocemos enseguida) y asistimos con tierna
complicidad al discurso de algún amigo incauto a quien han liado para
participar del banquete literario. Pero ese es también su cometido: el amor a
Galdós impone determinados sacrificios y siempre viene bien alguna voz
autorizada que eleve de la ramplonería general y de los tópicos repetidos una y
otra vez la remembranza de uno de nuestros autores más señeros. Tiempo habrá
luego de conversar tranquilamente en el hogar de don Benito, que son sus
libros, a salvo ya del ruido de ahí fuera, y de salvaguardarlo de los nuevos
próceres. Algo así como esos creyentes
que consideran accesoria toda la mediación ritualística y eclesial de las
instituciones religiosas y hablan con su dios personal en la privacidad de su
fe, de forma directa, franca y sin escenografías. Por eso este no es otro
artículo que habla sobre Galdós. Es solo un acto de amor. Y si se quiere hablar
de Galdós, dejémosle, sobre todo, hablar a él.
Ya se sabe, los grandes escritores y poetas dejan huella que se va diluyendo con el tiempo. pero de repente ¡AY! LLega el centenario de su muerte y lo "desentierran" para aprovechar el momeno y hacer negocio con ello. Y es que los escritores muertos traen mucha miga .
ResponderEliminar