Este
viernes se cumplen 20 años desde que apareciera el primer número de La Poesía, señor hidalgo. La revista,
codirigida por Ramón García Mateos y Juan Ramón Ortega Ugena salió a la luz el
1 de mayo del año 2000, «finisecular e ilusivamente apocalíptico», al precio de
700 pesetas. La publicación debe su nombre al famoso pasaje del capítulo XVI de
la segunda parte del Quijote, cuando el
bueno de Alonso Quijano realiza ante el Caballero del Verde Gabán su definición
del género poético. El fragmento se halla reproducido en la portada de la
revista, diseñada por José F. Ríos. El consejo de redacción lo formaban, además
de sus dos directores, los poetas Guillermo Fernández Rojano y Juan
López-Carrillo. La revista salió de las planchas de la imprenta Day Print, de Reus, y desde el principio
llamó la atención por el tamaño de sus páginas (21x33).
Con
sugestivos dibujos del artista Pere Barniol, aquel primer número dio acogida a
14 poetas y a más de una treintena de poemas. Por sus páginas desfilaba la
mirada tamizadora del mundo de Joan Elíes Adell; el cromatismo musical y la
apología serena de la cotidianidad y de la verdad prístina de Antonio Carvajal;
el amor azaroso de Francisco Castaño; los versos de tierra germinadora de
Flavia Company; la evocación de la belleza y la pérdida de la inocencia entre
el entrañable cortejo de mitos literarios de Luis Alberto de Cuenca; el
erotismo pérfido y la rebeldía contra la domesticación social de Guillermo
Fernández Rojano; la nostalgia con olor a eneldo, luz de albahaca y hojas secas
de Ramón García Mateos y su aguerrido olifante llamando a los enfermos de luna;
el amor redentor y la tensión entre la palabra y su silencio de Alfredo Gavín;
la bella taxonomía de los poetas de Juan Carlos Mestre, su casa roja alucinada;
el erotismo displicente y la amanecida cruel de Eduardo Moga; el terrible envés
de la inocencia, agazapado tan cercano, y el milagro de hacer hablar a los
muertos, de Jesús Munárriz; el anhelo de la palabra libre y esencial de Juan
Ramón Ortega Ugena; el descreimiento del mundo y su marchitamiento, y el recuerdo
consolador, de Ramón Oteo; la ternura y el desvalimiento irreverente de José
Viñals.
Luego
la revista se nutrió, como anunciaba el editorial fundacional, de textos en
prosa, crítica literaria y reseñas de
novedades con la participación también de escritores de primera fila. En ese
mismo editorial, tras la presentación de rigor, se advierte también de la
personalidad atractivamente belicosa de la publicación: «no sólo es una
publicación insumisa […] sino que además, nacemos con vocación de
francotiradores de la palabra. Tenemos bueno tino y sabemos escoger el blanco.
Y no debemos a nadie la escudilla».
Ángel
Luis Prieto de Paula ya lo apuntaba en uno de sus deliciosos artículos
recogidos en Monólogos del jardín. En
«De la vida de provincias» dice el maestro de Ledesma: «Uno, muy limitado a lo
que se cuece en las grandes editoriales, se conmueve al comprobar la feracidad
de tantos escritores, editores y lectores que, lejos de la corte y sus
reclamos, trabajan sin esperar reconocimiento o sin obtenerlo cuando lo
esperan». En esa vocación apasionada y desinteresada por la literatura se cifró
también aquella revista nacida en una de esas ciudades de provincias de las que
habla Prieto. El proyecto, como suele suceder casi siempre, duró los números
que tenía que durar. Ahora, con la perspectiva que dan las dos décadas desde
aquel primer número, ningún notario de corte se atrevería desestimar su
indiscutible ejecutoria de hidalguía.
¡Carajo! ¡20 años ya! ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y cómo duelen algunas ausencias! (pienso en don Ramón Oteo, claro).
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