Entre
las teorías conspiranoicas que se postulan para explicar el origen de la
pandemia que nos azota –y no, por cierto, la más descabellada– está aquella que
afirma que el virus es el modo en que el planeta se venga ahora de la humanidad
como castigo por los agravios con que sistemáticamente hemos ido sometiendo su
soberanía natural. Recuerdo ahora, con la nostalgia de la cotidianidad robada,
aquel concurso literario ecológico que organizamos en mi instituto cuyo lema,
ideado por mi compañera Eloísa, era «La venganza de don Mundo», jugando con el
título de la obra de Muñoz Seca, aunque a los alumnos se les escapara el guiño
literario. Pero disculpen esta concesión a la melancolía. A lo que iba. He
pensado todo esto mientras leía, a modo de homenaje póstumo, Un viejo que leía novelas de amor, el
libro de Luis Sepúlveda, a quien también ha desterrado de la vida la ira regia
de ese tirano arrogante que hasta en el nombre se corona de soberbia. En la
novela del escritor chileno, Antonio José Bolívar Proaño, que vive en El
Idilio, un remoto pueblo amazónico, ocupado en leer novelas románticas, es
requerido por el gobernador del lugar para matar al tigrillo, que está causando
estragos entre la población. En realidad, la cólera del ocelote se debe a que
los cazadores extranjeros que, como los buscadores de oro, pululan a sus anchas
por la zona provocando todo tipo de abusos, han matado a las crías de la hembra
y herido de muerte al trigrillo macho. El animal, pues, cegado por el dolor,
arremete contra todo hombre que penetra incauto por la selva. Antaño, Antonio
José Bolívar Proaño había sido acogido por los indios shuar hasta el día en que
cometió, involuntariamente, un error que vulneraba el código de la tribu. Pero
durante su estancia con los indígenas, supo apreciar el respeto de ese pueblo
por la Naturaleza, su pacto cruel pero honroso con ella, las leyes no escritas
de la selva, la simbiosis de la vida dentro de la vida. Es por eso que el
gobernador le encomienda la misión. Cuando Antonio José Bolívar Proaño cumple
con su cometido, arroja al río, entre lágrimas, a la hembra y maldice a los
gringos que provocaron aquel desajuste en el cauce natural de las cosas. La
novela, que por momentos tiene algo de El
corazón de las tinieblas, de Conrad, y que subyuga como lo hacen todos esos
libros que colocan al hombre frente al colosal misterio de la Naturaleza en su
majestad (Don Segundo Sombra, de
Güiraldes, La vorágine, de José
Eustasio Rivera, el mismo Conrad…) es un canto a la coexistencia y la armonía
del hombre con su entorno y, a la vez, una denuncia a quienes transgreden esa
alianza sagrada. Va mucho más allá de la ecología y, por supuesto, no tiene
nada que ver con la baratija del mantra naturalista de perroflaúticos,
porreros, talibanes del veganismo y demás ralea. El libro de Sepúlveda sondea
los arcanos de la vida profunda sin atenerse a modismos circunstanciales. En la
parte final, cuando el protagonista se esconde de la tigrilla bajo una canoa y
la siente pasear por encima de la madera, aquel siente que va a morir. La misma
tigrilla, que «capta el olor a muerto que muchos hombres emanan sin saberlo»,
marcaba con sus orines la presa, «considerándolo muerto antes de enfrentarlo».
Bolívar se queda dormido y sueña que el brujo shuar masajea su cuerpo con
puñados de ceniza fría para salvarlo, mientras atisbaba los ojos amarillos de
la muerte en todas direcciones. Entonces el sortilegio chamánico tuvo efecto.
Pero ahora no puedo dejar de sugestionarme pensando –llamadme paranoico– que la
tigrilla de Sepúlveda ha vuelto buscando su revancha.
Para los primeros cursos de la ESO, yo suelo recomendar como lectura voluntaria "Historia de un perro llamado Leal", y acostumbra a gustarles mucho.
ResponderEliminarPues precisamente empecé este libro hace pocos días, también a modo de homenaje al autor que, por mucho que viviera en mi tierra (Asturias), mi extensísima ignorancia hacía que yo no lo conociera, así que he decidido acercarme a su obra ahora que el virus éste cruel que campa a sus anchas por ahí nos lo ha malogrado. Es curioso que haya sido su muerte (bueno, ya supe de su contagio por la prensa) quien haya hecho que Luis Sepúlveda naciera para mí, literariamente hablando.
ResponderEliminarExcelente reseña.
Saludos!