Durante las escasas treguas que ha permitido el enojoso teletrabajo del confinamiento, Bea se ha dedicado a fabricar divertidos puntos de libro como el que mostramos en la fotografía. Una presumida monstruita –no debe obviarse la jactanciosa coquetería de su lacito– que se aferra a las páginas de mi libro –uno de los Episodios Nacionales de Galdós– y que el lector retira cuidadosamente de la esquina, temeroso de sufrir la dentellada de tan celosa centinela, con esos grandes ojos avizorantes, cuando desea retomar la lectura. A mí me parece que la criatura ha engordado ya algo y ello se debe, sin duda alguna, a los atracones de palabras que su voraz apetito ejercita una vez que la dejamos a solas entre los manjares galdosianos.
Hay en los puntos de libro, también llamados por algunos «marcapáginas», «señaladores», «puntos de lectura» o «separadores», entre otros términos difusos, una camaradería silenciosa con el lector. Y desde hace un tiempo, también con el escritor. Durante las jornadas en que escribía mi novela, al abrir el archivo del procesador de textos del ordenador para iniciar una nueva sesión de escritura, aparecía siempre, en la esquina inferior derecha de la pantalla, un pequeño globo en forma de mensaje que me daba la bienvenida y que luego me impelía a hacer clic en él preguntándome antes si deseaba seguir por donde lo había dejado la vez anterior. «¿Quieres continuar por donde lo dejaste?» –me inquiría, servicial–. En ese trabajo solitario que es la escritura, aquella deferencia del programa informático, aquel gesto de complicidad, tan solícito y amable, me parecía proceder de alguna suerte de amigo que en su abstracción ejerciera su compañía silente, discreta y leal, conocedor de las lides que el escritor entablaba cada día con el lenguaje indómito. Un testigo fiel que aún guardaba en su memoria la última batalla y que en la reanudación de la liza te recordaba que él la había seguido hasta el final, respetando desde su silencio, las escaramuzas contra las palabras. Y ahora, como esos asistentes de los boxeadores, tras una de las rondas del pugilato, el mensaje en la pantalla te recoloca la protección dental y te empuja de nuevo al ring.
Pero el punto de libro acompaña, sobre todo, al lector. Guardo numerosos puntos de libro dispersos entre las páginas de novelas y poemarios. Casi siempre hay una razón de ser en la unión de unos y otros. Es fácil que en el Cantar de Mio Cid se halle un marcapáginas con la efigie de Alfonso VI extraída del códice del siglo XII, el Libro de las estampas. O que a un poemario lo acompañe el punto de libro con el retrato de su autor; o que un separador con la catedral de Oviedo se halle entre las páginas de La Regenta; o que otro recuerde el día de la presentación de aquella novela; o que aquel folleto teatral se haya reconvertido para darse asilo en el texto que lo inspiró.
Puntos de libro, también, la saliva y el dobladillo hereje en una página, pero cuya apostasía nace de la bendición de haber pasado por allí el dedo de un lector; punto de libro, la romántica y tradicional flor reseca, recuerdo de alguna lectura compartida en el campo, o despojo de la que se halló un día prendida en el pelo de ella antes de amojamarse, como se acartonan el amor y el tiempo y la vida, entre los nichos de papel. Punto de libro, en fin, este simpático engendro fabricado por Bea durante un confinamiento, que me recordará un día que los libros, una vez más, volvieron a salvarnos.
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