Ruinas de la Exedra de los Epígonos, en Delfos.
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Desde hace años llevo sintiendo que hay
algo dentro de mí que no comulga con el mundo en el que vivo. Y aunque es
verdad que hace tiempo anidó en mi corazón el pájaro negro de la misantropía,
no creo que se trate, en rigor, de ninguna patología social. Es más bien la
sensación de pertenecer a un tiempo que no parece ser el mío, de saberme hipócritamente
cortejado por estos días que me habitan y que se alojan impertinentes en mi
casa como los pretendientes en el palacio de Penélope. Una equivocación cósmica
que dio en hacerme nacer cuando no correspondía que yo naciese. Un error de
cálculo que algún demiurgo despistado obrase sobre los vórtices del tiempo. Me
ocurre en muchos ámbitos de la vida pero, como el que mejor me explica es el de
la literatura, su oráculo infalible parece querer confirmar mis barruntos cada
vez que leo alguna novedad editorial. Hay un anhelo en mí por encajar. Apuesto
por aquellas obras de las que todo el mundo habla –también las pocas personas
autorizadas en quien confío– y experimento una ansiedad enojosa cuando paseo la
mirada por las primeras páginas, temeroso de no hallar la piedra filosofal de
mi época. Y, efectivamente, conforme avanzo en la lectura, otra vez siento ese
descorazonador síntoma de la próxima excomunión. Porque, acabado el libro,
proferiré mil anatemas contra las supuestas bondades de la obra y el sumo
pontífice del mundo moderno, al escucharme, me gritará con desprecio y entre
esputos, que yo no puedo formar parte de la comunidad y me expulsará del templo
y me confinará en mi cueva de hereje. Otras veces callaré y me guardaré para mí
la desazón.
Hay en mis gustos literarios un sabor a
tiempo periclitado, una concepción de la literatura abocada a la desaparición,
una forma de entender la palabra y su arte y su belleza que sobrevive en
estertores entre unos pocos escritores y lectores que se obstinan todavía en
defender una forma muy concreta de entender el hecho literario. Una resistencia
epigonal.
La palabra «epígono» tiene su origen en
los embarazos con superfetación, es decir, aquellos en los que una mujer puede
concebir estando ya embarazada. Al inesperado nacido en estos casos se le
llamaba «epígono». Luego pasó a designarse con ese nombre a los sucesores, y
más tarde a los hijos de los soldados de Alejandro Magno casados con asiáticas.
En la mitología griega también se llamó «epígonos» a los descendientes de Los siete contra Tebas que quisieron
vengar la muerte de los héroes diez años después en una segunda guerra tebana.
Epígonos fueron también todos aquellos escritores que continuaron la labor de los
grandes maestros cuando estos y su influencia ya estaban siendo olvidados y
superados por las nuevas corrientes literarias. Sobre los escritores epígonos
siempre se ha ejercido un doble desprecio. Son autores desfasados de las modas
y, además, recae sobre ellos el estigma de ser considerados escritores de
segunda categoría, manidos y mediocres, siempre a la sombra de los grandes
autores que dieron forma y esplendor al periodo literario que representaron. Yo
no he nacido de una superfetación, ni soy descendiente de aquellos soldados de
Alejandro Magno que cruzaron sus genes griegos con los de las mujeres persas.
Pero sí tengo algo de epígono tebano que desease vengar la muerte a las
murallas de la ciudad egipcia, gobernada esta vez por otros Eteocles de menos
alcurnia, de los escritores que ya no pueden estar en el canon de la modernidad
como tampoco sus seguidores. También tendré, digo yo, algo de manido y
mediocre, pero eso lo llevo a mucha honra porque mi mediocridad legitima aún
más la grandeza inalcanzable de mis maestros. Y quizás sea desterrado de la
nueva Tebas y hasta se me niegue la sepultura. Pero siempre habrá una Antígona
que sepa entenderme.
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