Alejandro Hermosilla, el
prologuista del último poemario de Natxo Vidal, me ha puesto en un agradable
brete. Leí el prólogo al final, como hago siempre, tras la lectura de los
poemas, para evitar verme condicionado por la lectura de terceros. Y cuando ya
enhebraba yo en mi cabeza esta reseña y tenía claras las claves de su lectura,
leo en el prólogo de Hermosilla, casi con palabras idénticas a las que yo había
tejido, una interpretación calcada (aunque siempre mejor) a la que pensaba
colocar en mi columna del periódico. ¡Dilema irresoluble! Pues si digo lo mismo
que Hermosilla, hay quien pensará que practico el expolio intelectual; y si no
lo digo por rubor, obvio las esencias del poemario, útiles para el lector
curioso. Huelga decir que deben ustedes leer el magnífico prólogo del escritor
cartagenero, del que trataré –renuncia dolorosa– de separarme un tanto. Gajes
del oficio.
Así
termina
(Ediciones Frutos del Tiempo) es un libro destinado, más que a leerse, a
asistir a él. Es casi una performance
literaria aparentemente improvisada en la que el público-lector sella con el
poeta un acuerdo tácito para dejarse sorprender en cada uno de los cuadros
poéticos que van sucediéndose en el escenario, mientras se toma una copa de
vino. Hasta se nos invita a participar en la elección de la mejor versión de
alguno de los poemas en una interacción casi teatral donde se rompe la cuarta
pared. Quizás por eso mismo, Vidal advierte que conviene leer su libro de forma
cronológica, pues hay poemas que se anticipan a otros posteriores, alusiones a
versos que ya han aparecido y guiños metaliterarios que solo se entienden o se
entienden mejor si se ha seguido toda la función desde el principio. En el
libro cabe de todo, desde los propios poemas, pasando por reflexiones o
testimonios en prosa, lecturas de artículos periodísticos, entradas de
Wikipedia o de blogs, música (con especial devoción por Thelenious Monk),
pintura, malabarismos léxicos o juegos intertextuales con Cortázar. Su
libérrima puesta en escena, casi jazzística, llega a su culmen en la sección de
versiones, donde el poeta, al modo de los viejos cantantes de blues ejerce su amplificatio de poemas ajenos, en los que el matiz alcanza –él
mismo– carta de naturaleza poemática. Escrito durante los meses de
confinamiento, el libro es también un abrazo de amistad a todos aquellos que lo
acompañaron en el encierro e hicieron más soportable la espera, principalmente
artistas y escritores. En cuanto a los poemas en sí mismos, merecen especial
atención las evocaciones connotativas de algunos vocablos que quedan así
reformulados: las naranjas o la nieve de la infancia, tan distintas de las
naranjas o la nieve de la posguerra, hasta desembocar en el escepticismo
respecto a la función de las palabras. O la hierba, que se enseñorea de las
aceras gracias al confinamiento y cuya naturaleza bucólica queda en entredicho
al asociarla al precipicio o a la angustia de una Christina Olson arrastrándose
en la hierba en el cuadro de Wyeth. O cómo la gravedad y el invento del
bolígrafo pueden dar lugar a un hermoso poema de amor. La luz invadiendo la
estancia contrasta con el canto vulgar de los gorriones, trasunto del ansia
frustrada de trascendencia. Por eso, los hechiceros ancestrales de otro poema,
con tintes surrealistas, versos narcotizados para atisbar la promesa del
absoluto. Y, al final, como siempre, la literatura: la página del libro que
marcamos, doblando su esquina, para saber por dónde vamos transmutada en
nosotros mismos: «ya sabes que eres tú, / una puntita solamente, / el que queda
marcado. / Para saber por dónde vas. / Para saber quién eres.».
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu opinión