Recordarán ustedes
que hace unas semanas andaba yo ensombrecido por el páramo de las novedades
editoriales. Acabé, como siempre, refugiándome en los clásicos para pasar la
cuarentena necesaria que me reconciliase con la literatura. Pues ya estamos de
vuelta. Y para no enfermar de nuevo, esta vez he sido cuidadoso con la búsqueda,
me he apartado de los cantos de sirena de las recomendaciones aborregadas y me
he lanzado yo mismo a la sima de Acantilado donde es difícil no hallar algún
tesoro. Y vaya si lo hallé: Manuel Astur ha escrito esa maravilla titulada San, el libro de los milagros y el
milagro ha obrado su prodigio en los ojos del lector.
Su protagonista,
Marcelino, que padece alguna suerte de deficiencia, es visitado por su hermano
para obligarle a firmar un documento por el que traspasa la propiedad heredada
de sus padres a un tercero, quedándose, pues, sin nada. En la urgencia violenta
del hermano hay un intento desesperado por pagar algún tipo de deuda. A Marcelino,
que no sabe lo que ha firmado, se lo revela su hermano antes de marcharse.
Marcelino reacciona entonces golpeando a su hermano sin medir sus fuerzas y lo
mata. El eje argumental a partir de ese momento es la fuga de Marcelino y la
consiguiente persecución policial. Pero pronto nos damos cuenta de que el
argumento que vertebra el relato es solamente un pretexto para escribir una
bellísima oda a la vida de aldea y al tiempo periclitado del “viejo mundo” que
da sus últimos estertores en las remembranzas del propio Marcelino, confundidas
con las del narrador. El lirismo de las estampas descriptivas es de una
maravillosa delicadeza; alguna vez me recordó a las imágenes de Wenceslao
Fernández Flórez en El bosque animado,
aquí sublimadas en la probeta de una prosa poética engarzada con el mito, lo
arcano y lo telúrico, con un primitivismo a veces brutal y a veces acogedor. En
ese sentido, la deficiencia de Marcelino, próxima al infantilismo, ejerce su
regresión edénica sobre el relato: cuanto más ignorante e inocente se nos
muestra a Marcelino, tanto más el cosmos de la aldea se vuelve primigenio y
atemporal, fusionándose ambos, personaje y entorno, en un mismo protagonista
casi totémico: la prensa y los jóvenes que se instalan en el pueblo para
defender la inocencia de Marcelino se antojan, en ese sentido, una feligresía.
En buena parte de
la obra, la armazón argumental del libro, ya de por sí tenue, desaparece hasta
hacernos olvidarla, y la novela se detiene en las evocaciones de historias de
la aldea en las que no falta lo sobrenatural, lo mitológico y la anécdota
circunstancial y costumbrista. Las historias que se suceden parecen querer
remitirse al fenómeno del filandón, impresión metaliteraria que confirman
expresiones como “tenemos la voz y tenemos el tiempo”, repetido como una
letanía durante numerosos pasajes del libro, o el juego de matrioshkas lingüísticas que se van adhiriendo cada cierto tiempo
como una metáfora de la creciente madeja narrativa.
En cualquier caso,
como se ha apuntado más arriba, lo más llamativo del libro de Astur es su
estilo poético, atento, sobre todo, al “cómo” antes que al “qué”; ese
extrañamiento del lenguaje del que toda obra literaria que se precie debiera incorporar
a sus páginas y que, en el caso de Manuel Astur, es ambrosía inspiradora y literatura
a ojos llenos.
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