Me gusta bucear por
el origen de las cosas. Ese momento primigenio –a veces un detalle
aparentemente irrelevante– que configurará el devenir de un amor, de una
desgracia, de un mito. Por eso estos días, coincidiendo con los 100 años desde
la primera aparición de Hércules Poirot en una novela de Agatha Christie, me he
lanzado a la lectura de El misterioso
caso de Styles, publicado en 1920, el primer libro de la saga del famoso
detective belga. Y dejemos claro lo de su nacionalidad para ahorrarle el
trabajo a Poirot de tener que desmentir, como hizo en muchas de sus novelas, el
origen francés que se le atribuía. En El
misterioso caso de Styles, Poirot es requerido por el capitán Hastings para
la resolución del asesinato por envenenamiento de la señora Inglethorp. Poirot,
claro, es en ese momento un completo desconocido en la sociedad inglesa, pero
Hastings, amigo de la familia Inglethorp, conoce su brillante trayectoria en la
policía belga. Poirot se halla precisamente en Styles (Essex) alojado junto a
otros compatriotas belgas en una casa común como refugiado de guerra, pues su
país ha sido ocupado por Alemania. Estamos en la I Guerra Mundial, a la que se
alude tangencialmente en varias ocasiones (incluso uno de los personajes es
detenido por espionaje). Styles es el lugar donde Poirot será enterrado cuando
la autora lo haga morir, de un problema cardíaco, en su última novela, Telón, en 1975. El New York Times se hará eco de su muerte en el único obituario que
el periódico ha dedicado jamás a un personaje de ficción.
La caracterización
de Poirot ya preconfigura al personaje que lo haría popular. Hastings lo
describe como de corta estatura, rostro ovalado, bigote estilizado, ojos verdes
que brillan como esmeraldas cuando se le ilumina una idea y pulcramente
vestido. Aparece también su obsesión por el orden, sus expresiones en francés,
su exasperación ante sus propios errores y su porte altivo y orgulloso que le
hace pronunciar su propio nombre de manera narcisista («Yo, Hércules Poirot…»)
y que tanto irritaría hasta a la propia Agatha Christie. También su extremada
educación y su defensa romántica del amor, que sorprende entre todo el rigor
metódico de su quehacer detectivesco, al que por otro lado siempre incorpora,
más allá de las pistas objetivas, análisis psicológicos que resultan en muchas
ocasiones más determinantes que las pistas mismas.
También aparecen en
la novela otros personajes que serán asiduos en otras entregas, como el ya
citado Hastings –el particular Watson de Poirot– o el inspector Japp. En lo
estrictamente literario, El misterioso
caso de Styles es un formidable puzle con cientos de piezas desperdigadas
cuyo impresionante ensamblaje al final de la novela revela la portentosa
imaginación de su autora, si bien es cierto que lo intrincado del rompecabezas
obliga a la escritora a hacer encajes de bolillos con determinados detalles
argumentales que, siendo verdaderamente posibles, rayan con la inverosimilitud.
Como ocurre con
Drácula o Holmes, saturado el imaginario colectivo por la presencia de Poirot
en películas y series de televisión (sin ir más lejos, pronto se estrenará una
nueva versión de Muerte en el Nilo,
dirigida por Kenneth Branagh) conviene acudir a los libros para descubrir
facetas del detective olvidadas por el cine o, peor aún, manipuladas, que
sorprenderán a más de uno y enriquecerán, cuando no enderezarán, algunas ideas
preconcebidas. De lo contrario, también nosotros, como la señora Inglethorp,
corremos el peligro de morir de envenenamiento
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