Siempre he creído que la
Literatura sobrevive mejor entre escombros. Hay mucha más poesía en las calles
decadentes de la Lisboa de Pessoa que en los columpios y jardines versallescos
del Rococó. Y hasta a estos últimos les viene bien su poquito de otoño, su
pizca de hojas muertas y quebradizas, su aliño de musgo y de verdín en los
estanques. Tampoco me imagino a la Literatura junto a escritorios impolutos,
flexos de diseño, pelo engominado, vasos con agua de Vichy o cigarros
electrónicos. Quizás haya algo de influencia malditista en esa estampa bohemia
que uno ha construido de la experiencia literaria y no dejará de haber quien la
aproveche para pergeñarse su peformance
de escritor atormentado. Pero si el alma es una escombrera y la Literatura es
un espeleólogo que se adentra por aquellas simas llenas de despojos, la
escritura se sentirá más emparentada con el lenguaje del antro nocturno, del
desorden de papeles, del vértigo alucinado y hacia adentro del vino, de la
legaña y la ojera y el pelo revuelto.
Tal vez por todo eso, a los
estudiantes de Filología que asistimos a la vieja Facultad de Letras, la
Literatura nos hizo melancólicos y nostálgicos al aprehenderla entre aquellas
paredes vetustas y destartaladas, desde cuyas ventanas se oía zurear a las
palomas de ciudad, siempre sucias y como exiliadas, con aquel arrullo suyo que
tenía algo de desesperación; aquellas ventanas cuya madera se hinchaba con la
lluvia y no encajaban luego en sus marcos, como si el hisopo sagrado de la
lluvia las bautizase con el evangelio de la rebelión y se negasen a los moldes
impuestos. Pero quizás las ventanas no aprendieran aquella catequesis de la
lluvia sino de las lecciones de Literatura que se impartían dentro del aula.
Aulas de tuertos fluorescentes que derramaban su luz intermitente y lechosa con
los estertores de un tiempo periclitado. Lecciones que eran conciliábulos de
letraheridos donde la voz del maestro (no debieran nunca existir profesores de
Literatura) resonaba con eco mortecino y sus palabras se fundían con las volutas
del humo del tabaco que fumaba en los tiempos en que nadie se escandalizaba por
cosas como esas. Olor a rancio en los pasillos, que se mezclaba con el del café
que, huraño, preparaba Antonio en el bar de la facultad y con el de los
productos químicos con que ensayaban en sus laboratorios los estudiantes de
ciencias, pues allí convivíamos todos, como los sabios del Renacimiento,
descubriendo lo mismo a Cervantes, que los secretos de la pirólisis. Secretos,
también, los tesoros de la biblioteca, donde los pasos resonaban amortiguados
en las moquetas y formaban, junto al bisbiseo de los estudiantes y el murmullo
de las páginas, un refugio monacal –pero deliciosamente pecaminoso– del saber.
Cuando en 2008, la facultad
cerró sus puertas para trasladarse al moderno campus, el edificio quedó
presidiendo la plaza con su señorío arquitectónico ajado por el tiempo y el
menosprecio de la modernidad, que hará de él algún hotel o un prosaico bloque
de viviendas. El nuevo campus tiene pasarelas, proyectores de última generación
y una luz blanca, limpia y aséptica que no da lugar a los matices. Todo muy
pedagógico. Recuerdo al maestro Ramón Oteo, ya en la nueva universidad,
conversando en una mesa de la cafetería, cuyo dueño te atiende inadmisiblemente
feliz y amable, recuerdo al maestro, digo, su figura vulnerable y fuera de
lugar, extraña, como una anomalía, en aquel edificio funcional y friendly. Él mismo, un poema solitario,
como la facultad abandonada, diciendo su verso en la intemperie.
Esos escombros que mencionas quizá sean una prolongación del estado de ánimo de los poetas y literatos en general, por cuanto que son una especie verdaderamente insatisfecha, como aprendimos con los románticos.
ResponderEliminarTe felicito por un texto vívido, cuajado de melancolía, en el que nos reconocemos aquellos que asociamos nuestra facultad a un edificio más o menos señorial, y no a una aséptica mole de extrarradio.
Hablando de portugueses como Pessoa, te recomiendo la lectura de En culo del mundo, obra de António Lobo Antunes, donde encontrarás una descripción sublime de la atmósfera decadente de los antros nocturnos, siempre entre brumas –posiblemente de nuevo una prolongación del pensamiento– tan del gusto del lobo estepario.
Volveré a pasearme gustosamente por las páginas de este blog, paladeando su escritura cuidada y disfrutando esta visión tan personal. Con todo mi afecto,
Mercedes
El bueno de don Ramón Oteo... Cómo nos marcaron tantas cosas suyas: su bonhomía, su pasión por la literatura, su voz rota y esa manera suya de leer los textos, su magisterio, su amistad...
ResponderEliminarTodavía es el día en que cuando leo un libro, no puedo dejar de pensar en él: en si le gustaría o no, en qué cosas comentaría...