Cuando ando hastiado de todo
y hasta de mí mismo, me da por refugiarme en las literaturas exóticas, como acostumbraban
los románticos del XIX. Claro que, ellos lo hacían escribiendo y situando sus
obras en lugares remotos e inusitados, y yo, en cambio, como parece que no paso
de ser un pobre juntaletras, lo hago como simple lector. Da igual: tanto los
escritores románticos como yo mismo buscamos idéntico objetivo: huir del feo,
frustrante e insatisfactorio entorno que nos rodea. Y supongo que es mejor
alternativa que suicidarse, que no deja de ser otra forma de huida. Cuando ando
así –iba diciendo– suelo escoger obras de la literatura japonesa. Hay en las
buenas novelas japonesas un cambio de registro, de tono, de espíritu y de
referentes que me sirven de opiáceo para ver el mundo bajo los efectos de su
narcótico. Me pasó, por ejemplo, con la preciosa Lo bello y lo triste, de Yasunari Kawabata, cuya muelle delicadeza
obraba como morfina para el alma moribunda. Ni siquiera recuerdo ya su
argumento, solamente aquel mecerme en su languidez y melancolía refocilantes.
Esta vez me he acercado a otro Premio Nobel, Kazuo Ishiguro, con la esperanza
de experimentar aquel anestesiante de Kawabata pero, iluso de mí, he errado el
tiro, pues Ishiguro, aunque nacido en Nagasaki, pasó toda su vida en Inglaterra,
y al leer Los restos del día, en
lugar de encontrarme con las luces mortecinas de los farolillos japoneses y con
el frufrú de las sedas de las geishas,
me he topado con una prosa de lo
más británica, canónicamente británica, más
británica que un británico de la grandísima Gran Bretaña. Eso sí, con una prosa
límpida como pocas, no sé si mérito de Ishiguro o de la espléndida traducción
de Ángel Luis Hernández Francés. Y, sin embargo, también Ishiguro ha obrado el
sortilegio. Porque Los restos del día
es la crónica de un desubicado. Stevens, el mayordomo protagonista, que es la
viva imagen de aquel Carson de Dawnton
Abbey, interpretado maravillosamente por Jim Carter, es un sirviente de la
rancia casa de Darlington Hall que atesora los valores de la vieja escuela:
dignidad, lealtad, sacrificio, discreción, etiqueta, protocolo, moral. Cuando
lord Darlington muere y la casa es comprada por el rico norteamericano
Farraday, este le sugiere a Stvens permitirse unas vacaciones que llevarán al
mayordomo por diferentes lugares de Inglaterra hasta acabar en Little Compton,
al oeste del país, donde vive miss Kenton, antigua empleada de Darlington y con
la que el protagonista mantiene, aún, una ambigua relación. El viaje le servirá
a Stevens para comprobar cómo han cambiado las costumbres de su país y para
concluir, en la rememoración de la semblanza de lord Darlington, que aquella
lealtad en la que tanto creía, solo valió para servir a alguien que comulgó
activamente con el nazismo. Stevens es el representante de un tiempo
periclitado, cuya estampa es un anacronismo como lo era don Quijote al defender
la caballería cuando esta ya hacía tiempo que andaba obsoleta. Pero si a don
Quijote aquella contumacia le servía para defender unos valores imperecederos y
necesarios, Stevens se da cuenta de que la antigualla que lo conforma no tuvo
demasiado sentido ni siquiera cuando aún seguía en vigor. Stevens es un
producto desfasado, digno en su derrumbe, pero absolutamente perdido, sin
presente ni futuro en una sociedad que avanza por otros derroteros. Un pecio a
la deriva en un océano de incomprensión, una reliquia andante, una pieza que no
encaja, una ruina que mantiene una ridícula solemnidad por la que el mundo
siente la mayor de las indiferencias. Como tampoco puede agarrarse al pasado
–errado tras el balance final– Stevens habita el no-tiempo en el no-lugar. Y,
claro, andando como ando yo estos días, no he podido más que posar mi mano en
el hombro de Stevens y quedarnos, ambos, callados, solos, contemplando el
ocaso, en cómplice y silenciosa camaradería.
CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario
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¡Me alegra coincidir en tu admiración por los autores japoneses! A mí, la japonesa, me parece una literatura de primera división.
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