CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

lunes, 26 de octubre de 2020

505. Escritores a la sombra

 

Fray Luis de León terminaba su Oda a la vida retirada con aquellos versos que colocaban al poeta “a la sombra tendido / de hiedra y lauro eterno coronado”. No es esa la sombra a la que yo me refiero en el título del presente artículo. Entre otras cosas porque los escritores a la sombra a los que yo hago referencia no están coronados de hiedra y lauro, que en Fray Luis simbolizarían la corona de los buenos poetas, reconocidos desde Ovidio con el vegetal galardón. Por algo Plinio, en su Historia natural, decía que el laurel –árbol de Apolo– crecía más frondoso en el Parnaso. No. Mis escritores a la sombra son aquellos otros con quienes Apolo no fue especialmente generoso y para los que la subida al Parnaso estuvo siempre llena de caminos pedregosos y zarzales.

Proviene toda esta reflexión inicial de la lectura que hace unas semanas hice de Entre bobos anda el juego, de Rojas Zorrilla, coincidiendo con la gira que la compañía Noviembre, en coproducción con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, está realizando por las tablas españolas. El montaje, por cierto, dirigido por el gran Eduardo Vasco e interpretado magistralmente por un elenco de actores de primera categoría, con un memorable Arturo Querejeta en el papel de Cabellera, es un verdadero acierto. Pues bien, al leer la obra de Rojas Zorrilla, avezado como está uno en las piezas dramáticas áureas, enseguida se aprecia la medianía del texto. No se me entienda mal. Si yo tuviera la cuarta parte del ingenio del dramaturgo toledano, me daría con un canto en los dientes y estaría encantado de haberme conocido. Pero cuando uno ha leído a Lope, a Tirso, a Calderón y, si me apuran, a Guillén de Castro, el texto de Rojas Zorrilla sale, por comparación, menguado. Que Rojas Zorrilla es un excelente dramaturgo nadie lo duda y prueba de ello es el reconocimiento que recibió en vida y su influencia y perduración, también imitado luego por la dramaturgia extranjera. Pero no me negarán que, en los manuales de Historia de la Literatura, su nombre parece resignado a permanecer, seguramente de forma injusta, en un discreto catálogo de autores menores. La sombra gigantesca de aquella tríada de autores que elevaron nuestro teatro a cimas aún no superadas, ha sido demasiado alargada. Ninguna culpa de eso tiene Rojas Zorrilla. Y al igual que él, a otros muchos escritores de talento les tocó coincidir en el tiempo con los césares literarios de una época concreta. Por eso todo el mundo reconoce a Cervantes, pero no todos nos acordamos de Alonso de Castillo Solórzano o de Luis de Molina. Nadie se olvida de Góngora o Quevedo, pero cuesta más traer a las mientes a Juan de Moncayo. Si esto sucedió en la edad de oro de nuestras letras, algo parecido ocurrió en la llamada Edad de Plata. La lista de los poetas de la Generación del 27 es portentosa y para colarse en ella no parece suficiente escribir tan bien como Moreno Villa o Fernando Villalón (no hablemos ya de las mujeres, hoy tardíamente reivindicadas bajo el marbete de Las Sinsombrero).

Actualmente, aunque existen varios escritores –pocos– que podrían también ensombrecer a los demás, el problema parece estribar, más que en el talento de esos pocos, en la difícil visibilización del resto de autores en un mundo –el editorial– sobrecargado de títulos, unos 90.000 anuales. Aquella máxima de que los buenos libros, si lo son, se venderán solos, queda en entredicho ante este aluvión inasumible de obras y su feroz competencia. Un libro bueno se venderá, sí, pero necesitará detrás una editorial potente y una maquinaria de marketing al alcance solamente de las grandes empresas. Porque para juzgar que un libro es bueno, primero deberá tener la oportunidad de ser leído. Y que ese libro bueno llegue a las manos de los lectores entre el maremagno de novedades es un hecho que, sin el respaldo publicitario, parece regirse más por la casualidad y el golpe de suerte que por otra cosa.

Mientras tanto, esos libros invisibles seguirán a la sombra, y en lugar de estar coronados de hiedra y lauro, poco a poco los irá consumiendo el musgo.

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