Hace poco le oí declarar a Sara Mesa en una entrevista que su pretensión al escribir un libro es siempre la claridad, que no está en su ánimo ser trascendente sino limitarse a que el lector viva una experiencia y que, en ese sentido, ella y los lectores se hallan en el mismo nivel. De ese corolario se infiere que la autora madrileña desea evitar cualquier barrera que impida al lector «distraerse» del objetivo principal. Quizás por eso, la prosa de Sara Mesa es transparente, sin una sola concesión a la floritura o a la evocación lírica. Una prosa, pues, que se limita a certificar el relato, una escritura burocrática que tramita el argumento y que, más que mediante los recursos del lenguaje, sitúa al lector ante la «experiencia» que la escritora desea desatar en él usando solo buenos mimbres argumentales pergeñados estratégicamente para su propósito.
Sin embargo, en el caso de su
última novela, Un amor, editada por
Anagrama, no tengo claro si el carácter aséptico de su prosa responde a esa lealtad
con el credo literario de marras o si se trata más bien de una maniobra que
desea anestesiar al lector para sacudirlo luego con el trallazo inesperado de
una situación insólita cuya anomalía se intensifica justamente porque le
antecede el trote indolente del ritmo y estética narrativos. Porque,
efectivamente, hasta la página 67, en la novela de Sara Mesa no sucede nada, ni
en lo literario ni en lo argumental. Nat, la protagonista, recala en un pueblo
rural huyendo de su vida anterior, siguiendo la estela de otras novelas
recientes como Los asquerosos, de
Santiago Lorenzo o Tierra de mujeres,
de María Sánchez, y toda esa primera parte describe la difícil adaptación a su
nueva vida: sus diferencias con el casero que le ha alquilado la casa, descrito
con cierto maniqueísmo, la vida social que poco a poco va construyendo y otras
menudencias. Hasta que llega esa página 67 y el lector, mecido por la inercia
de lo inane, desorbita de repente los ojos sobre el libro y queda atrapado en
un dilema moral que deberá juzgar por sí mismo. Porque a partir de ese punto de
inflexión tampoco la autora acomete una profundización psicológica de alto
calado ni su lenguaje se tiñe de hondura, influido por la nueva situación. La
autora no juzga, ni analiza, ni se posiciona: simplemente describe y deja que
sea el lector quien trate de comprender el comportamiento de la protagonista,
sus motivaciones, sus contradicciones. El lector es el psicólogo o el
psiquiatra, el moralista, el sociólogo, el antropólogo, y toda su lectura hasta
el final de la novela tratará de otorgarle a los actos de Nat una lógica
empática que no siempre podrá conseguir, de ahí también su interés.
Por lo demás, destaca de la
novela la sensación de asfixia que crea la autora respecto a la atmósfera
rural, con sus hablillas, su vigilancia moral, su primitivismo, su cerrazón y
su hostilidad, en un ejercicio de desmitificación que rompe de alguna manera
con la tendencia reciente a recuperar el tópico del menosprecio de corte y
alabanza de aldea que se aprecian en algunas novelas actuales, como las citadas
más arriba. El mismo título, Un amor,
descoloca al lector al ponerlo frente a un debate conceptual sobre la propia
experiencia amorosa y sus infinitos matices. El objetivo en ambos casos es
siempre romper la uniformidad de nuestras convicciones y replantearnos
realidades indiscutidas para abrir la espita de su interpretación diversa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu opinión