Acudimos a ver Emma el mismo día que había muerto Sean
Connery y hallamos la sala de cine vacía, como si el fallecimiento del actor
escocés hubiera obligado al luto general y constituyera una suerte de anatema el
hecho de que el cine siguiera funcionando con el cuerpo de Guillermo de
Baskerville todavía caliente. Así debieron de entenderlo los espectadores,
porque, como digo, estuvimos solos en la sala, que es, por otra parte, uno de
los mayores placeres que se pueden experimentar. Claro que, esta quizás sea la
visión romántica de los hechos y estemos soslayando la pandemia, el toque de
queda y, sobre todo, que Emma no debe
de ser justamente la película que arrastre a las masas al cine. Y, sin embargo,
la adaptación cinematográfica del libro que Jane Austen publicara en 1815
resultó ser un placer catártico en estos tiempos recios.
Ana Taylor-Joy –que está
deleitando a los seguidores de la excelente Gambito
de dama– encarna a la perfección a la caprichosa, altiva y superficial Emma
de la novela. Toda la película es un delicioso despliegue de la frivolidad
pueril de las clases pudientes en la época georgiana británica. La vida
regalada de Emma, llena de lujo, caprichos y seguridades, no da lugar a ningún
tipo de hondura filosófica ni a preocupaciones existenciales ni a pensamientos
político-sociales, todos ellos eclipsados por el brillo de las joyas, la albura
de las telas exquisitas y la luz de los jardines versallescos. No en vano, Jane
Austen quiso también retratar la banalidad de un estamento social inmovilista
que nada aportaba a los problemas del país y que habitaba una especie de limbo
ajeno a la realidad y a los cambios acuciantes que empezaba a experimentar la
sociedad británica. Y, a grandes ociosidades, grandes bagatelas con que llenar
la intrascendencia de sus vidas, como la vocación casamentera de Emma, que
ejerce de alcahueta para colocar a sus amistades con quien ella considera mejor
partido. Menos a ella, claro, porque el amor es otra complicación que Emma no
está dispuesta a incorporar a su vida, arriesgando su cómoda vacuidad.
¿Por qué entonces una
película que no presenta apenas conflictos relevantes funciona tan bien? ¿Dónde
reside su interés en medio de toda aquella liviana y huera trivialidad? En primer
lugar, quizás haya que buscar la respuesta en el inveterado mimo y respeto con
que el cine británico trata a sus clásicos. Pero si aún quisiéramos ir más
lejos, habría que concluir que la superficialidad (tan menospreciada también
por la crítica literaria en tiempos de Austen) es un recurso que ha servido
como lenitivo en cualquier época, en especial en épocas convulsas, para mitigar
sus desazones. Dejarse mecer por el frufrú de las gasas, por las risas de
porcelana, por los tirabuzones barrocos, por los columpios y jardines, por los
aromas florales, por los juegos e intrigas; sumergirse en la muelle tibieza de
los colchones de plumas y de las veladas de piano y de los bailes
aristocráticos. Anestesia pura y dura contra la realidad fea, mezquina y brutal.
Desorientar a la muerte y su fatal acechanza en los laberintos de parterres
olorosos. A salvos en la ignorancia. Eternos en el instante perezoso del
no-saber mientras todo se desmorona a nuestro alrededor.
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