Las obras de restauración
llevadas a cabo en la Casa de don Cristóbal de Bermeo, sita en el número 62 de
la Calle Mayor de San Esteban de Gormaz (Soria) han dado lugar a un hallazgo
inesperado. Tapiado tras la pared del salón principal, los restauradores han
descubierto un hueso humano –al parecer, la falange de un dedo corazón–
envuelto en un folio manuscrito. Con toda la prudencia del mundo, dos elementos
convierten este hallazgo en un hito colosal para la historiografía y para la
historia de la literatura. El primero es el propio manuscrito, cuya datación
parece remontarse a principios del siglo XII y que coincide casi exactamente en
su contenido con los folios 5v y 6r del Cantar
de Mio Cid conservado en la Biblioteca Nacional, es decir con la copia que
Per Abbat realizó en 1207. De confirmarse por parte de los filólogos esta
datación, estaríamos no ante la copia perdida en la que se basó el amanuense,
sino en una todavía anterior, escrita muy poco tiempo después de muerto el Cid,
en el año 1099, quizás la pieza original del juglar letrado que cantó las
hazañas del héroe de Vivar en la versión que hoy conocemos. Menéndez Pidal ya
habló en sus estudios de un juglar de San Esteban de Gormaz, muy próximo a los
hechos históricos del Cid, como uno de los dos autores del Cantar.
El otro descubrimiento
importante es el hueso. La datación por carbono-14 no descarta en absoluto que
pudiera pertenecer al Campeador. Más aún cuando en el reverso del manuscrito de
marras, el celoso ocultador deja escrita en pomposo registro notarial la
garantía de que el hueso pertenece, efectivamente, a Rodrigo Díaz, aseverando
que él mismo lo robó aprovechando la confusión durante el expolio que las
tropas napoleónicas llevaron a cabo en 1808 en el monasterio de San Pedro de
Cardeña donde él era fraile seglar y donde estuvo enterrado el Cid antes de su
traslado a la catedral de Burgos. Firma la nota un tal Raimundo de Bermeo, del
que sabemos fue descendiente venido a menos de don Cristóbal de Bermeo, el
mayordomo del marqués de Villena (1650-1725) y a la sazón titular de la casa
donde se ha realizado el descubrimiento. Los Bermeo, larga estirpe de ricos
judíos conversos procedentes de Vizcaya, se asentaron desde el siglo XI en San
Esteban de Gormaz, aunque pasada esa centuria su abolengo menguó mucho. El tal
Raimundo que firma el documento es un viejo conocido de las disputas
intelectuales del siglo XIX. Y respecto al tema cidiano, es célebre la encendida
polémica que mantuvo con un ya anciano Lorenzo Hervás y con Juan Andrés,
miembros ambos fundadores de la Escuela Universalista Española, acerca de un
manuscrito del Cantar que su familia
–decía– había heredado desde tiempo inmemorial así como del supuesto hueso «que
blandía como una amenaza bíblica» cada vez que defendía su autenticidad o que
levantaba, a modo de peineta (el dedo corazón del Cid), cada vez que lo
desacreditaban. La anécdota la cuenta el propio Juan Andrés en su libro Anecdotario contra el oscurantismo,
donde califica a su adversario poco menos que de un loco extravagante del que
todo el mundo hacía escarnio. Sin embargo, con el hallazgo de San Esteban y su
corroboración científica con los medios del siglo XXI, la locura de don
Raimundo de Bermeo se antoja ahora mucho menos risible y arroja sobre la
autoría del Cantar de Mio Cid una
tremenda paradoja: que el juglar que había de hacer inmortal al héroe
castellano y símbolo de la nación española era de origen vasco.
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