Entre mis lecturas más
recientes he querido realizar una suerte de experimento socio-literario leyendo
de forma simultánea los últimos libros de memorias de Ana Iris Simón y Elvira
Lindo. Generacionalmente, ambas escritoras pertenecen a mundos distintos: Elvira
Lindo tiene 59 años y Ana Iris Simón, 30. Y el lector, en este caso yo, ejerce
de bisagra entre ambas con sus 42 años. El experimento consiste en cotejar los
referentes culturales, sus estilos literarios y comprobar a cuál de las dos se
siente más cercano el lector bisagra.
Una reflexión, antes, sobre
el llamado género memorialístico, tan en boga en los últimos tiempos. Parece
existir una necesidad, a determinada edad, de reordenar el mundo personal a
través de la literatura de evocación o de explicarse uno a sí mismo a través
del legado que nos dejaron quienes nos antecedieron o de apresar para siempre
un mundo que sabemos periclitado y rescatarlo así del olvido que será. Pero
para que este tipo de género tenga un verdadero valor literario, no basta con
el catálogo experiencial del pasado, sino que requiere la habilidad de hacer
trascender la anécdota personal a una universalidad que haga del libro una
historia perenne y que nos interpele y concierna, a pesar de no pertenecer a la
generación en la que está contextualizada la obra.
Ese es quizás el principal
error que yo hallo en Feria, el
primer libro de Ana Iris Simón: el abuso del anecdotario familiar. Solo cuando
la autora aprovecha su material biográfico para reflexionar por contraste sobre
algunos aspectos del presente, sobre todo aquellos que tienen que ver con el
talibanismo moral y la tontería y banalidad que se ha instalado en parte de sus
coetáneos, el libro consigue volar. En ese sentido, su posicionamiento es
también valiente, lo que es de agradecer. Por otro lado, respecto al estilo
literario, lo que muchos han llamado frescura y espontaneidad –que la hay, sin
duda– a mí me aleja de la literatura y de su necesaria capacidad evocadora.
Bajo esa prosa desliteraturizada parece subyacer la creación de un lenguaje que
quiere mimetizarse con el narrador infantil, pero no sé si resulta eficaz. Lo
mejor, la reivindicación de una clase social desacomplejada, convirtiendo lo
casposo en hallazgos líricos –estos sí– que contribuyen a la mitología.
A Elvira Lindo, en cambio, se
le nota el oficio. De las vicisitudes reales y concretas de su padre recogidas
en A corazón abierto consigue
construir un protagonista totalmente literario, que pasaría por personaje de
novela si no supiéramos que la autora está evocando, de modo terapéutico, la
figura paterna. El acierto está en la mirada. La sugestiva remembranza del
pasado y los análisis psicológicos pasan por el cedazo de una sensibilidad
atenta a los detalles, inteligente e hiperestésica y el resultado es la configuración
de unos personajes redondos, llenos de matices y aristas de los que nos acaban
interesando más por sí mismos que en relación con el parentesco que mantienen
con la autora. Al libro le falta alguna que otra poda, pero se lee con gusto
porque se ajusta con pericia a los resortes narrativos de la ficción, aunque lo
que se cuente sea dolorosamente real.
Y así, se da la paradoja de
que, hallándose el lector bisagra más cerca del contexto histórico de Feria, a algunos de cuyos recuerdos he
asistido con el agrado del reconocimiento, me identifico más con la propuesta
de Lindo, cuyo marco temporal no me pertenece por edad pero que queda
compensado por habitar el territorio de la Literatura, allí donde no importan
las generaciones ni el relato concreto de la Historia porque a todos se acoge
por igual en la patria común de la palabra.