La cosa es muy sencilla.
Imaginemos que un historiador o un prestigioso analista político me reprochase
ahora la expresión con que he decidido encabezar el presente artículo. Quizás
me afeara mi decisión aduciendo que el título es una burda manipulación, que no
se ajusta al verdadero origen de la locución, que la he adulterado zafiamente.
Después luciría su sapiencia explicando que la expresión de marras, en
realidad, formó parte de la campaña electoral del equipo de Bill Clinton cuando
James Carville decidió contrarrestar el prestigio de George Bush padre, basado
en su exitosa política exterior, colocando carteles con mensajes que pusieran
el foco en las necesidades reales de los ciudadanos norteamericanos. Y que entre
estos carteles uno rezaba: «the economy,
stupid». Y que la frase se hizo tan popular que hay quien piensa que fue el
espíritu de su contenido el que hizo ganar las elecciones a Clinton. ¡Bravo,
señor historiador o analista político! Ya nos ha quedado clara su excelsa
erudición.
Al señor historiador o al
ana-listo político, sin embargo, no se les ha ocurrido pensar que la
adulteración de la expresión responda quizás a una decisión deliberada y que
este pobre articulista de provincias solamente haya querido echar mano de la
metáfora, de la captatio benevolentiae
y hasta del guiño cómplice dirigido precisamente a los que saben perfectamente
el origen de la expresión. En definitiva, tan atentos han estado a la
salvaguarda de la fidelidad a los hechos históricos, que se han olvidado de que
existe algo llamado creatividad.
Viene todo este largo
preámbulo motivado por la lapidación que han sufrido los guionistas de la serie
El Cid, creada y codirigida por Luis
Arranz y José Velasco. Atentos a las minucias históricas, todos estos talibanes
del rigor han arremetido contra la serie pensando que quizás estaban ante un
tratado de Historia y no ante una serie de ficción. Los juglares del Cantar de Mio Cid también cometieron
varias inexactitudes históricas. El Cid fue desterrado tres veces y en el Cantar solamente una; las hijas del Cid
no se llamaban Elvira y Sol, sino Cristina y María, ni fueron violadas en
ningún robledal de Corpes; no existió ningún rey moro llamado Búcar; el conde
de Barcelona fue apresado por el Cid dos veces y no una, etcétera. Y, sin
embargo, nadie se ha rasgado las vestiduras por estos errores, antes bien, se
ha aplaudido la creatividad del juglar que en aras de lo que le convenía a la
estructura del poema, ha reducido el número de destierros o ha convertido una
posible rivalidad nacida por las lindes de unas tierras en una cuestión de
honor mediante el capítulo de la afrenta de Corpes. Seguramente los juglares ya
ni recordaban las circunstancias reales de lo que narraban pero eso no actuó en
menoscabo de nuestro primer monumento literario. Otra cosa es que las
prosificaciones cronísticas dieran crédito a los cantares de los juglares. Eso
sí es reprochable: los cronistas sí son, a su manera, historiadores. Los
juglares son, en cambio, artistas.
Luego llegó el Romancero y con él el famoso silencio de
Sancho ante el lecho de muerte de su padre; y se sugirieron los amores
incestuosos de Urraca y Alfonso; el carácter manipulador de esta y la sospecha
de su connivencia con el inexistente traidor de Zamora en la muerte de Sancho;
y el enamoramiento de Urraca con el Cid; y la legendaria jura de Santa Gadea
donde el Cid hizo jurar al futuro rey Alfonso que no había tomado parte en la
muerte de su hermano; y en la victoria del Cid una vez muerto, que acrecentó la
leyenda. Todo mentira. Pero todo lleno de verdad literaria. De todo eso hay en
la serie de televisión, a poco que uno conozca algo las fuentes literarias. En
la factura técnica ya no entro. Nada es reprochable en la ficción, salvo la
verosimilitud, que no es lo mismo que la veracidad. En las series históricas
debe cuidarse esta última evitando anacronismos flagrantes pero no hasta el
punto de arruinar un hallazgo creativo interesante o el filón de una tradición
apócrifa. Porque, con el permiso de Carville: ¡es ficción, idiotas!
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