La pandemia ha provocado que
volvamos a poner el foco en el cuerpo, en la biología, en la fisiología. Nos
hemos familiarizado con un vocabulario recurrente que conforma la isotopía de
nuestra realidad y así hablamos de mutaciones microbiológicas, de sistemas
inmunológicos, de antígenos, de patologías previas, de células, de coronavirus,
de contagio, de disneas, de febrícula, de morbilidad y de otros tantos términos
que hemos incorporado a nuestro lenguaje cotidiano y cuyo inventario detengo
ahora por pura hipocondría, pues no puedo dejar de sentir cierta aprensión al
verlos así enumerados, unos renglones más arriba, como dispuestos sus
significantes a provocar una septicemia lexicográfica y a acabar infectando
también ellos la belleza del lenguaje.
Cuando la cruda realidad se
impone con sus argumentos de enfermedad y muerte, el lenguaje no está para
florituras ni filosofías. Debo discrepar de aquel ingenioso diálogo que
mantienen Babieca y Rocinante en el soneto que cierra el prólogo de la primera
parte del Quijote. En él, el caballo
del Cid le espeta al viejo jamelgo: «Metafísico estáis», a lo que Rocinante
responde: «es que no como». Yo creo que justamente la necesidad del hambre, al
igual que la amenaza de una enfermedad o la conmoción de una guerra, de lo que
menos precisa es de ponerse uno metafísico. Ya lo dice la cita latina: «primum vivere, deinde philosophari» o su
versión análoga de andar por casa que reza que no se puede filosofar con el
estómago vacío.
Por eso me pregunto qué tipo
de literatura nos deparará la experiencia pandémica. Y si esa focalización en
el cuerpo traerá una literatura de la víscera que ponga en solfa la realidad de
fluidos y humores que somos, ahora que estamos redescubriendo nuestra
materialidad más inerme y finita. No sería, desde luego, nada nuevo. El
Naturalismo de Zola o de Blasco Ibáñez ya cargaron las tintas sobre la
enfermedad y el deterioro físico con la brocha gruesa de sus crudas
descripciones. Hans Castorp, el protagonista de La montaña mágica, vive tan intensamente su tuberculosis y su
conciencia fisiológica que llega a adorar la radiografía de su amada Claudia
Chauchat: el amor reducido a unas costillas y unos pulmones, la irónica
degradación de la manida idea que defiende que la belleza está en el interior.
También recuerdo la obscenidad del cuerpo en las novelas del japonés Kenzaburō
Ōe. Y más recientemente Sergio del Molino nos ha hablado de su psoriasis en La piel; Gabriela Ponce, de la
resistencia del cuerpo contra el propio cuerpo en la novela de muy
significativo y menstrual título Sanguínea;
Rosa Montero había titulado La carne a
su novela sobre el deterioro de la vejez; Andrés Neuman recorre con ingenio los
intersticios del cuerpo en las estampas irónicas, denunciadoras y
reivindicativas de su Anatomía sensible;
la literatura de Mónica Ojeda es víscera ella misma y su prosa estomagante
entronca con el arcano de la primera célula. Y tantos otros que no cito por no resultar prolijo. Si todos ellos escribieron ya estas obras antes de la
pandemia, ¿cómo no exacerbar ese itinerario de la carne tras la terrible
constatación de nuestra lucha por la vida en guerra abierta con la vida misma?
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