Con esta frase se rebela
María Josefa, la madre de Bernarda Alba, contra el encierro en que su hija la
tiene y, por extensión, contra el encierro de sus cinco nietas, en edades
casaderas, tras decretar Bernarda los ocho años de luto tras la muerte de su segundo
marido. Pero nunca tuvo tan fácil María Josefa su insubordinación como en la
última versión de la obra de Lorca, dirigida por José Carlos Plaza, y cuyo
estreno nacional se produjo hace apenas una semana. Porque nunca antes tampoco
se había encontrado María Josefa con una Bernarda tan floja y desvaída como
esta que representa Consuelo Trujillo. Señora María Josefa, así no tiene
mérito; así nos atrevemos todos: Bernarda, cara de moscarda; Bernarda, cara de
avutarda. ¿Lo ve? Y nos quedamos tan panchos, sin miedo a la reacción
autoritaria del inolvidable personaje lorquiano. Y es que la Bernarda Alba de
este último montaje es un mero sucedáneo del que imaginase Federico. Ni el
timbre de su voz se enseñorea tiránico entre las paredes de la casa; ni su
presencia, casi frágil, acogota la voluntad de sus hijas; ni el bastón resulta
amenazante entre sus manos dubitativas. Hay, además, una suerte de
exhibicionismo de la autoridad que resulta impostado, sobre todo cuando la
actriz, tras su enésima demostración de despotismo, dibuja una sonrisa
sardónica más propia de los risibles y maniqueos villanos de los dibujos
animados que de quien se siente depositario de una jerarquía familiar que se
pierde en el tiempo. La autoridad no se exhibe: simplemente se tiene. El culmen
del despropósito es esa escena final en la que Bernarda pide silencio a sus
hijas tras el suicidio de Adela y que Consuelo Trujillo emite en un hilo de voz
con la pretensión simbólica, imaginamos, de hacer presente el silencio en una
secuencia declinante supuestamente efectista que ignora los signos de
exclamación que Lorca dejó bien claros en su manuscrito, justamente porque el
poeta granadino quiso colocar el clímax en el remate de todo ese crescendo
insostenible y desbordante con que se ha ido preparando la tragedia final.
El resto del montaje no le va
a la zaga. Poncia, representada por Rosario Pardo, es quizás el personaje más
inspirado, aunque hay momentos rayanos en lo histriónico. Tampoco Adela (Marina
Salas) acaba de hacer estallar sobre las tablas la pulpa de su juventud ansiosa
de vida, y solo hacia al final, cuando le arrebata a Bernarda su bastón, parece
reivindicar algo de nervio interpretativo. El resto del reparto se acomoda a la
insulsez general a excepción de María Josefa (Luisa Gavasa) cuyo papel maneja
con acierto.
A la obra le falta también
algo de ritmo. Hay silencios que no acaban de llenar el escenario. El silencio
debe ser un personaje más, debe hacer notar su losa; en lugar de eso, los
silencios parecen vacíos interpretativos, desconexiones que desconciertan al
espectador o lo exasperan. Otras escenas, en cambio, se exceden en su
propósito, como el momento en que se oye, extramuros, las canciones de los
segadores, y las hijas, excitadas por las voces de los hombres y por la intención
erótica de sus romances, comienzan a masturbarse. No es mojigatería ni
incomodidad: es que resulta ridícula la ultrainterpretación del motivo
lorquiano.
Tampoco la escenografía
acierta. Si en las acotaciones, Lorca dejó muy clara su voluntad de que las
paredes fueran «blanquísimas» como símbolo de la virginidad que allí se protege
y como contraste cromático con los vestidos enlutados, aquí los muros semejan
una suerte de frescos pompeyanos decolorados no sé con qué finalidad. Debieran
también las actrices levantar algo la voz. Si a mí, en la fila 7, ya me costaba
oírlas bien, no quiero pensar qué oirían en la fila 15 o en el anfiteatro. No
ayudaba tampoco, el solapamiento de registros sonoros pregrabados, como en la
escena del linchamiento de la hija de la Librada, donde no se puede oír la
defensa, tan importante en la obra, que hace Adela de la libertad de la
malaventurada. Hubo también errores en algunos parlamentos y olvidos muy
evidentes.
Así pues, no hubo catarsis
lorquiana. Porque si Bernarda tiene cara de leoparda, ésta ni muerde ni espanta
los corazones.
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